Cuando ni los mejores, los más amados libros que viven en la mitad izquierda del corazón sirven, ayudan, orientan, aconsejan, iluminan, explican, serenan, etc. Cuando los teléfonos, mudos de intención o acto, quedaron lejos. Los carteros se extinguieron como seres cuaternarios, y lo que hay afuera de los ojos es mar y sólo mar y nada más que mar húmedo y salado, azul como la palabra azul, sobre el cual flotan medusas sin forma, listas para envolver la quilla, y abrazarse suicidas a la hélice nerviosa.
El profesor Valdés cruza el Atlántico de ida. Los días le han quitado sosiego, como si su cerebro aconteciera en una aldea remota. Este viaje ocurre hace pocos años. Enterró a su esposa y se despidió de sus hijos con una sola y profesoral idea en la cabeza: conocer la puerta imaginada a una especie de verdad que se le escapó siempre. No sabe si regresará. Trae un sabático en el pasaporte y ninguna prisa en el alma. La universidad descansará de él y él de esa vida escrupulosa.
Cuando el Leopoldina zarpó de Veracruz no sintió nada. El navío con matrícula belga, tocó Nueva York sin emoción y se tiró a la inmensidad transatlántica. Valdés comprendió de nuevo que la tierra es de agua y lo sólido flota como casualidad. Continentes, islas (que se llaman así los continentes pequeños), los trozos corrompidos de materia suelta, ocasionales sargazos, manchas de petróleo, quizás botellas.
Sólo un destino lleva el profesor Valdés. Todo lo demás es rito de paso. Y no, por favor no piensen en Itaca ni cosa parecida. A sus cincuentaymuchos, no va de regreso, sino que apenas va, como la vieja dama indigna, abuelita de Brecht.
Pretende conocer el puerto de Odesa. Manía de viejo, se dirá, y es posible, pero la abriga desde joven. Fijación libresca, claro, y cierto estímulo vergonzante en un National Geographic atrasado. No sabe a lo que va. A descubrir que lo real es mejor que un cuadro de Chagall? Eso lo sabe desde cuando. A conocer barrios judíos que ya no existen, y mujeres perfectas como estatuas? A perderse entre portaviones ex soviéticos y cisternas de Siria o Libia? A confirmar que sólo habla castellano, y apenas lo domina? A decepcionarse? Durante los preparativos pensó muchas cosas, en un recuerdo de antiguas esperas. Pero una vez que puso el pie en cubierta y oyó el pitido del Leopoldina se hundió en un trance parecido al abatimiento que le olvidó propósitos, ilusiones, temores, todo. Esta mañana asoma a la borda. Desconoce la hora. Ha de ser temprano. Unas cuántas nubes lustrosas y una distancia pura, sideral ``Intergaláctica'', piensa y ríe interiormente. Lejos de todo, a mitad del agua, ningún vuelo de carmorán o gaviota mancha el cristal del horizonte.
La china superficie baila y choca contra el barco. El profesor Valdés se quita los lentes, que se han vuelto parte de su rostro, su máscara y disfraz, aunque sólo los necesita para leer. Mira todo, los ojos muy abiertos, a pupila batiente, sin fijarse en nada. Se hunde en una contemplación que dolería llamar absorta. No ve punto en dirección alguna, se zambulle en una enormidad azul y azul, una línea tenue hacia el final del mundo y nubecitas escasas en las cuatro direcciones.
Sin perder la estampa de horizonte, recuerda la foto de los niños empapándose en la calle con los grifos de los bomberos, Nueva York, circa 1940, y se le ocurre una historia. Era una vez un hombre que se abrió de tajo sin darse cuenta y dijo un cuento: ``Debajo del agua la vida ha de ser más divertida'' dijo el pez y se echó un clavado.
La lenta nulidad de las cosas, la muerta vastedad, en su desolación, lista para la vida, le muestra escrita la palabra Odesa, azul, extensa, específica y, ni modo, femenina. Y sabe una sola cosa: que llegará.