RECHAZAR Y DESACTIVAR EL TERRORISMO

El caso del avión de la compañía TWA que estalló en el aire independientemente de las causas reales del desastre plantea nuevamente la posibilidad de un atentado terrorista en Estados Unidos y trae a la memoria el ataque del 19 de abril de 1995 en la ciudad de Oklahoma, que voló un edificio federal causando 179 muertes, así como el de febrero de 1993, en Nueva York, contra las Torres Gemelas. Estas y otras agresiones que ocurren contra un Estado que, paradójica y significativamente, ha puesto especial empeño en combatir al terrorismo, indican que ningún gobierno, por más controles policiales, tecnología u organismos de inteligencia que pueda tener, está inmune a estos condenables ataques.

Sin ningún afán de justificar las agresiones mencionadas, es necesario recordar que Estados Unidos ha sembrado agravios en diversas partes del mundo, mediante ataques contra civiles sumamente parecidos a acciones terroristas. Baste recordar la participación de agentes de la CIA en el bombazo contra un avión comercial cubano, en 1976, y el derribo, por la Marina estadunidense, de una aeronave civil iraní, repleta de pasajeros, en el golfo Pérsico.

El terrorismo de las organizaciones clandestinas se alimenta del terrorismo de Estado, que lo estimula y justifica. Independientemente de la lógica aberrante que pueda guiar, por ejemplo, a quienes siembran de bombas puertos, localidades y supermercados en toda España, es evidente que los asesinatos organizados por los organismos oficiales (el caso GAL) aplican los mismos criterios carentes de toda ética, según los cuales los fines justifican los medios y éstos pueden ser criminales aunque aquéllos pretendan ser incluso nobles.

En esta perspectiva, la idea de un atentado contra el avión de la TWA, cargado de gente inocente, causa horror y rechazo; no puede ignorarse que detrás de esta acción, si no fue un accidente, debe haber un problema político de fondo insuficientemente atendido como, por mencionar sólo algunas hipótesis, los rencores que han sembrado los dislates de la política exterior estadunidense en Medio Oriente, la exasperación de sectores sociales internos ignorados por Washington como los círculos agrarios ultraderechistas en los que se gestó el atentado de Oklahoma o la beligerancia que la propia clase política de Estados Unidos ha fomentado en los círculos más cavernarios del exilio cubano.

A fin de cuentas, el terrorismo suele aparecer cuando las vías para la comunicación política y para la resolución legal de los problemas se cierran. Si existen las bases para una solución negociada y digna (con el adversario, porque la paz se firma entre enenemigos) no las habrá para el terrorismo. No son solamente los controles, ni la tecnología represiva, ni los refuerzos policiales, los que podrán acabar con este flagelo ofensivo y aberrante. La apertura de canales para la convivencia permitiría, por el contrario, salir de los terrenos infames de las guerras sucias. Ello vale tanto para Estados Unidos como para los conflictos irlandés y vasco.

La condena política y moral al terrorismo, por supuesto, debe ser general, pero no basta. Hay que eliminar sus argumentos políticos y, en este terreno, la responsabilidad está en manos de los gobiernos. Frente a la mentalidad inexpugnable de los integrismos, ante el razonamiento paranoico de las clandestinidades y frente al totalitarismo de los grupos ultraderechistas, los gobiernos tienen la obligación de actuar con sensatez y visión estratégica. La negociación, la tolerancia y la democracia son, en este sentido, las únicas recetas efectivas. Ojalá que los Estados afectados lo comprendan así, antes de que se sumen nuevas atrocidades con su caudal de víctimas inocentes.