Hace unos días, y seguramente sin deseos de ofrecer un panorama pesimista o alarmar a quienes todo lo ven color de rosa, el gobernador del estado de México reconoció al crecimiento desmesurado y sin control alguno de la población y de las áreas habitacionales como el origen de muchos de los problemas que padece la entidad vecina. Al calificarlo de ``demencial'', sostuvo que virtualmente rebasa las expectativas del sector público, por lo que las autoridades no pueden darle a todos los servicios básicos, como drenaje, educación y salud, para citar los que más urgen.
No exagera: precisamente 8 de los 32 municipios conurbados del estado de México registraron en los últimos años tasas de crecimiento poblacional por arriba del 8 por ciento anual, más del triple de la del Distrito Federal. Como fruto, hoy más de la mitad de los 19 millones de habitantes de la zona metropolitana reside en dichos municipios.
El pronunciamiento del gobernador César Camacho parece contradecir las cifras y los análisis recientes del Consejo Nacional de Población, según los cuales está disminuyendo el ritmo de crecimiento poblacional de la zona metropolitana de la ciudad de México. Según datos del Consejo, entre 1982 y 1992 llegaron a vivir a ella alrededor de 480 mil personas, mientras salieron cerca de 660 mil por diversos motivos: desde la contaminación, los temblores y la inseguridad, hasta la descentralización de empresas. Aunque en ese lapso y en los últimos tres años pudo haber un descenso en la migración hacia la metrópoli, y una baja en el ritmo de crecimiento demográfico, lo cierto es que el número de habitantes no cesa de aumentar y preocupa por ser origen de serios desajustes ambientales, sociales, económicos y políticos.
En efecto, la mancha urbana rebasa día a día sus actuales mil 450 kilómetros cuadrados, generando a una gran velocidad asentamientos irregulares. Una parte considerable de esa expansión (75 kilómetros cuadrados al año) ocurre a costa de áreas naturales y agrícolas necesarias para un sano desarrollo. Sin excepción, las agencias gubernamentales no han logrado evitar y revertir los daños, la degradación ambiental, ni la sobreexplotación o uso irracional de recursos básicos, como el agua. A lo anterior se suma la política de transporte y las obras viales, factores decisivos para el surgimiento de asentamientos en lugares cada vez más distantes del núcleo metropolitano, frágiles ecológicamente y que influyen ya en otras zonas del centro del país.
Lo que sucede en esta parte del territorio nacional no es para nada alentador, máxime si todo indica que continúa la concentración económica, política, administrativa y cultural. Por algo, uno de cada cuatro mexicanos vive en las zonas metropolitanas del Distrito Federal, Guadalajara, Monterrey y Puebla.
Ello prueba que no existe por parte del sector público una verdadera estrategia para detener y revertir dicho fenómeno, y que, por el contrario, de diversas maneras se alientan tan inconvenientes tendencias. Por ejemplo, con las políticas económicas que, entre otras cosas, inciden en la concentración industrial y el abandono del sector rural; que extienden a las ciudades medias y pequeñas los defectos que padecen las metrópolis. Así, en León, Irapuato, Salamanca, Tijuana, el corredor Coatzacoalcos-Minatitlán, Cosoloeacaque, Cancún, Acapulco, Toluca y Torreón, Lerdo, Gómez Palacio, se repiten los errores.
Ahora las ciudades medias, cuyo número ha crecido notablemente en el último cuarto de siglo, en buena parte debido a la migración campesina y a una tibia descentralización, enfrentan ya demandas en cuanto a servicios y empleos, deterioro ambiental y seguridad. En ellas se repite poco a poco la experiencia negativa que distingue a las zonas metropolitanas. Algunos estudios demuestran cómo las ciudades medias, y en ciertos casos hasta numerosas pequeñas, extienden su mancha urbana hacia áreas con recursos naturales no renovables, carecen de agua y drenaje suficientes, de transporte, y ven aparecer diario asentamientos irregulares conformados por miles de pobres dedicados a la economía informal, víctimas del modelo globalizador en boga desde principios de los años 80.
La realidad, una vez más, contradice los retos de la política de población. Por ejemplo: no se regula el crecimiento metropolitano; los ecosistemas frágiles o donde la sustentabilidad regional está amenazada, sucumben ante las corrientes migratorias y los intereses de los fraccionadores; en el agro se carece de los proyectos productivos y las inversiones sociales para elevar el nivel de vida y evitar la salida de población; la crisis afecta la infraestructura básica que exigen las mayorías. Se olvida, en fin, que el crecimiento urbano equilibrado y el fortalecimiento del campo requieren mejor distribución del ingreso y de la riqueza, hoy como nunca en poder de pocas manos. Por ahí debemos empezar.