Después de varias temporadas de realizar un arduo y concentrado trabajo de programación y producción que sin duda arroja un balance muy positivo, la Opera de Bellas ha ofrecido en estos días la que sin duda es la propuesta operística más completa y satisfactoria de muchos años en las añejas tablas del Teatro de Bellas Artes. Durante meses, la expectativa para la nueva producción de Tristán e Isolda fue intensa y generalizada por todo lo que se decía respecto a su preparación y a la orientación estética que los responsables pensaban darle. Finalmente, tal expectativa fue más que justificada, y el resultado musical y teatral de la puesta en escena fue, con mucho, lo mejor que se ha visto y oído por estos rumbos en un largo tiempo. Ello se debió al hecho de que la preparación de esta gran obra de Richard Wagner fue objeto de estudio profundo tanto en el terreno musical como en el teatral, y es evidente que ese estudio rindió frutos de muy alta calidad.
Unos días antes del estreno de esta nueva producción de Tristán e Isolda, los encargados de la dirección musical y de la dirección escénica de la obra hicieron una interesante aparición pública en la Sociedad Dante Alighieri, en la que desmenuzaron concienzudamente sus respectivas labores al frente de la producción, y en la que se puso de manifiesto el nivel de compromiso con el que desde su concepción se planteó este singular ofrecimiento operístico. Guido María Guida, director concertador, exploró con gran lucidez y claridad las principales líneas de conducta que habitan esta notable partitura de Wagner, destacando especialmente el flujo sonoro continuo, el empleo del leit motiv como piedra angular del discurso musical y el avanzado y rebelde lenguaje armónico de Wagner, quien dio en esta obra los primeros pasos importantes hacia la disolución del sistema tonal tradicional. Guida declaró también su intención de dirigir Tristán e Isolda menos como una densa avalancha de sonido wagneriano que como una proposición polifónica con numerosos niveles de lectura y audición. Por su parte Sergio Vela, encargado de la dirección escénica y la iluminación, exploró los orígenes míticos de la historia, así como sus raíces filosóficas y sus alcances emocionales, fraguando a partir de todo ello una concepción teatral en la que el espacio casi vacío, la luz, la sombra y el color habrían de jugar un papel primordial, y en la que la ausencia casi total de acción del libreto sería fielmente reflejada sobre el escenario. Tanto Guida como Vela cumplieron cabalmente con lo propuesto, para lograr un Tristán realmente memorable.
El éxito artístico de este Tristán tuvo como cimiento lógico la plena coherencia entre el trabajo musical y el trabajo escénico, una auténtica labor de conjunto que permitió a los espectadores recordar que la buena ópera debe ser un espectáculo visual tanto como un concierto de voces y orquesta. Así, gracias al minucioso trabajo de Sergio Vela en la parte teatral, la trascendente narración amorosa y filosófica de Wagner transcurrió durante sus largas cuatro horas en una siempre cambiante sucesión de geometrías, espacios y colores acotados por la escueta, inteligente, casi mínima escenografía de Mónica Raya, poblada por sentimientos, ideas y pasiones, y no por la tradicional inutilería decorativa. Y al interior de esos fantásticos espacios, Vela logró numerosos momentos teatrales de gran impacto. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, la monumental y petrificada silueta negra de Kurwenal, recortada contra un impactante fondo rojo que abraza y abrasa? ¿Cómo olvidar las inquietantes y silenciosas apariciones de los personajes que nos recuerdan, sin cantar, su papel catalítico en lo que ocurre en escena? Entre estos y muchos otros aciertos hay que mencionar también, por ejemplo, el inteligente manejo del coro. En lugar de tener a una veintena de corifeos mal disfrazados deambulando torpemente por el escenario en busca de ficticias chambas escénicas (como es la costumbre), al coro le fue asignado un sitio fuera de la escena para realizar una sobria tarea no muy lejana a la concepción coral de la tragedia griega clásica.
En la parte musical, protagonizada a muy buen nivel por un reparto básicamente estadunidense (Jon Fredric West, Luana DeVol, Carol Sparrow, Greer Grimsley), con la adición de Nikita Storojev y la muy solvente actuación del tenor mexicano Jorge Lagunes, el director Guido María Guida logró la difícil meta de comunicar al mismo tiempo las sensuales texturas orquestales de Wagner y el entramado polifónico al que se refirió unos días antes. En el proceso, Guida extrajo de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes un nivel interpretativo sorprendente por lo inusual, lo cual demuestra que sí se puede, y que lo que hace falta en ese podio es una cabeza lúcida y una batuta exigente, en lugar de los aburridos lectores de rutinarias bohemias y traviatas que con frecuencia aparecen por ahí.
Todo lo anterior confluyó para lograr una puesta en escena de Tristán e Isolda que fue un regalo para los ojos, los oídos y el intelecto, y en la que gracias a la solvencia musical de todos los involucrados y a la depurada propuesta teatral, surgió con un esplendor alternativamente luminoso y oscuro ese dolor profundo que es la columna vertebral de Tristán e Isolda. ¡Qué alegría que la Opera de Bellas Artes nos haya ofrecido tal tristeza!