Néstor de Buen
Una vida llena de complejos

Hace unos días Carlos de Buen me hizo el favor de prestarme un libro que todo el mundo invoca: Economía y sociedad de Max Weber. Yo tengo uno de los dos tomos que lo integran pero me ha costado trabajo localizarlo en el juego de bibliotecas dispersas en que ahora me muevo.

Charlaba con Carlos de la necesidad de encontrar información sobre los factores reales de poder. De hecho intentaba localizar el clásico de Pablo González Casanova La democracia en México, que lo trata, y lo bueno es que lo logré y con él, otro libro de mi buen amigo Roberto Casillas Hernández sobre los grupos de presión.

Pero Weber viste mucho y por supuesto que incorporé alguno de sus pensamientos, no por cierto sobre el tema del poder sino sobre el hecho real de que pueden existir comunidades humanas sin Estado y que éste suele ser el resultado de evoluciones importantes basadas, principalmente, en la división del trabajo.

Con Weber me ha pasado lo mismo que me ocurre con Gramsci, un comunista italiano que gracias a Mussolini pasó una larga temporada en la cárcel, hasta poco antes de su muerte prematura, no por ello menos esperada. Sus cuadernos de la cárcel constituyen una de las versiones marxistas de mayor pureza, lo que es sorprendente en un hombre de pocos años y de escasa instrucción. Y lo que me ocurre es que todo el mundo lo cita y a mí, hasta no hace mucho tiempo, y gracias a las ediciones ERA me cayó el veinte de leerlo y ponerme al día. Porque la larga serie de los libros de Gramsci estaba ahí, en espera de mejores momentos, en los que el insistente escritor de conferencias, artículos jurídicos y periodísticos amén de memoranda, dictámenes profesionales, demandas y otras escribideras, pudiera tambien dedicarse a leer (lo que sigo haciendo, ciertamente, aunque no con el tiempo que quisiera).

El hecho es que hay autores que merecen la fama y no está muy bien visto que digamos que un intelectual no haya pasado la vista por sus obras.

En mis tiempos de estudiante se puso de moda el señor Kafka. Mis amigos filósofos o en trance de serlo, los jóvenes poetas del exilio, los pintores, los escritores y los cineastas y ahí iría un montón de nombres de grandes amigos como Tomás Segovia, Luis Rius, José María Espinasa, Alberto Gironella, Yomi García Ascot, Lucinda Urrusti, Arturo Souto y otros más, no cesaban de hablar de La metamorfosis, El Castillo, El Proceso y algunas otras obras. Era el tiempo de hacerlo.

Con Kafka, con Weber, con Gramsci y con otros personajes parecidos me ocurrió que ejercí un derecho insensible a ignorarlos, en el fondo, una cobertura indecente a un complejo de inferioridad nacido, no lo dudo, del miedo a enfrentarme con ellos y no entenderlos ni explicarme el porqué de su elevación a los altares. Con lo que sin duda pasaría a formar parte de los insensibles e incultos incapaces de entender lo sublime.

En ocasión de un viaje familiar organizado por Nona, con asistencia múltiple de tíos, primos, cuñados, hijos y sobrinos que nos llevó a la Paz, a Mochis, al tránsito ferrocarrillero en el Pacífico Chihuahua, con estancia nocturna en Creel y paso indispensable por Divisadero Barrancas, al iniciarse la última etapa de Chihuahua a Zacatecas, San Luis Potosí y el DF, en un cómodo autobús, sin nada que leer conseguí en una libreria un poco milagrosamente: era un 25 de diciembre, nada menos que La metamorfosis (que aún no sé bien cómo se pronuncia).

Me cayó bien este chico Kafka, suponiendo que haya entendido sus misterios escarabajosos. Y ya puestos en gastos leí, poco tiempo después, El Castillo y El Proceso y, en un momento de descuido, la Carta a su padre que es, desde mi muy modesta perspectiva, una obra cumbre.

Kafka, perdido el respeto, me dejó una sensación nada grata de angustia, de algo que empieza y no tiene fin. Quizá me interesó más el autor que su obra y adiviné, sin demasiados méritos en la empresa, que no escribía sino sus memorias.

A Gramsci le debo algo más de tiempo y reconozco que me he quedado rezagado con él. Pero de Weber, el tan invocado sociólogo-politólogo-filósofo, lo que siento es que no tenía ni la menor idea de la sana conveniencia de hacer párrafos cortos con abundantes puntos y aparte. Lo que dificulta no poco aprovechar su originalidad e inteligencia evidentes. Es denso, profundo, original y muy complicado de leer.

Curiosamente tambien me he metido, quién lo dijera! nada menos que con Don Santo Tomás de Aquino, al menos en un hojear un librito antiguo de la Editorial Labor, La Ley y ante mi sorpresa no sólo lo entendí, previos algunos intentos medio frustrados, sino que llegué a compartir con él algunas ideas, particularmente en su apreciación de que es más importante lo social que lo individual.

La culpa de mis andanzas weberianas y tomasianas las tiene la Barra Mexicana de Abogados que para el Congreso que celebrará en septiembre en Guanajuato, me ha pedido una ponencia sobre El Estado de Derecho y la división de poderes. Y eso ha sido iniciar un camino nuevo, con obras viejas y más de una razón de Estado encontrada en el camino.

Empiezo a ser a la vejez, viruelasun intelectual al día. No sé si antes de serlo vivía un poquito más tranquilo. Porque a mayor información, la única conclusión, por cierto socrática, es que se amplía hasta el infinito el universo de mi ignorancia.