La Jornada 28 de julio de 1996

MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Al otro lado de la oscuridad

(La luz de un foco desnudo ilumina a Rosario: plancha sobre el mueble que, a diferentes horas, funciona como mesa o escritorio. De espaldas a su mujer, recostado en un sofá cubierto de plástico, Gregorio ve la televisión. Repentinamente parpadea la imagen.)

GREGORIO: Oye, a ver si preguntas cuánto vale un regulador.

ROSARIO: ¿Para qué?

GREGORIO: Pues para que no se descomponga la tele. (La pantalla se nubla otra vez.) Se me hace que estamos sobrecargando la línea. ¿Qué no puedes planchar mañana?

ROSARIO: No, porque me atraso. (Cuelga en el respaldo de la silla la prenda que acabó de planchar.)

GREGORIO: ¿Y qué? Tu hijo está de vacaciones.

ROSARIO: ¿Y a poco por eso no se va a vestir? (Para si misma.) Cuando el Goyito está

aquí trabajo más que cuando tiene clases. Todo el día se la pasa con que: ``dame esto'', ``hazme aquello'', ``llévame allá''.

GREGORIO: ¿Qué dices?

ROSARIO: Nada, nada. (Una nubecita de vapor la envuelve un segundo antes de que se apague la luz. Levanta los ojos al foco.) ¿Y'ora?

GREGORIO: Te dije que estabas sobrecargando la línea con la plancha.

ROSARIO: ¿Yo? (Ve la silueta de Gregorio, que se dirige a la puerta.) ¿Adónde vas?

GREGORIO: A revisar los fusibles. Creo que se fregaron.

ROSARIO: (Vuelta hacia la ventana.) No creo. Todo está bien oscuro. Fue apagón. (Suspira.) Y aquél en la calle.

GREGORIO: ¿A qué horas volverá?

ROSARIO: No me dijo: ese escuincle ya parece que se manda solo.

GREGORIO: La luz, digo: ¿a qué horas volverá?

ROSARIO: Quién sabe. (Oye a Gregorio tropezar.) ¿Qué buscas?

GREGORIO: Las velas. ¿Dónde están?

ROSARIO: No hay. Se acabaron el otro día que también se fue la luz.

GREGORIO: ¿Y por qué no compraste?

ROSARIO: Qué quieres: se me olvidó.

GREGORIO: ¿Cómo que se te olvidó?

ROSARIO: Pues sí. (Suspira.) Tengo tantas cosas en la cabeza.

GREGORIO: (Burlón.) Uh, sí, ¡cómo no!

ROSARIO: ¿No lo crees? Bueno. Y ahora que me acuerdo: ¿por qué no se te acurrió a ti comprar las velas?

GREGORIO: Por lo mismo: también tengo muchas cosas en la cabeza.

ROSARIO: (Maliciosa.) Sí, me imagino.

GREGORIO: ¿Qué quieres decir con eso?

ROSARIO: Nada, nada.

GREGORIO: Tú que estás más cerca de la ventana, asómate. A lo mejor la luz se fue sólo de este lado.

ROSARIO: (Mirando por la ventana.) No. Todo está bien oscuro.

GREGORIO: Y'ora ¿qué hacemos?

ROSARIO: Esperar, ¿qué otra cosa quieres hacer? (Comprueba que la plancha haya quedado en el soporte metálico y luego se sienta. Gregorio vuelve a instalarse en el sillón, frente al televisor apagado. El zumbido de un mosco acentúa el silencio.)

ROSARIO: Como que ya está tardando mucho el apagón, ¿no crees?

GREGORIO: ¿Seguro que pagaste el recibo a tiempo? A lo mejor se te olvidó.

ROSARIO: ¿Cuándo se me olviden esas cosas?

GREGORIO: ¡Siempre! No compraste las velas. (Irónico.) Pero no te preocupes. Yo entiendo. Es natural: tienes tantas cosas en la cabeza.

ROSARIO: Pues sí, aunque no lo creas.

GREGORIO: (Burlón.) ¿Cuáles? ¿Tus negocios, por ejemplo?

ROSARIO: Si vas a burlarte de mí, mejor ya no hables.

GREGORIO: Siempre estás reclamándome que no tenga tiempo para conversar y ahorita que te pido que hables, quieres quedarte callada. ¿Quién te entiende?

ROSARIO: Nadie.

GREGORIO: Deja ese tonito de mártir y dime ¿qué te pasa? (Se incorpora, enmedio de la oscuridad, con el índice levantado, señalándola.) Ah, y no me salgas con tu frasecita de siempre: ``nada, nada''. ¿Por qué eres así, eh?

ROSARIO: (Dolida.) ¿Cómo?

GREGORIO: Pues así, que no explicas, que siempre andas de misteriosa.

ROSARIO: ¿Por qué dices eso?

GREGORIO: Porque siempre que te veo triste, mal, pregunto qué te sucede, me respondes lo mismo: ``nada, nada''.

ROSARIO: ¿Sabes por qué? Porque nunca me oyes. Para eso jamás tienes tiempo.

GREGORIO: Perdóname, pero aquí la que siempre está ocupadísima eres tú. Hace rato te dije que vinieras a ver la tele conmigo y ¿qué me respondiste? (Hace una breve pausa y afemina la voz.) ``No puedo. Tengo que planchar''.

ROSARIO: (Esfrozándose por distinguir el bulto de ropa junto a la mesa.) Es verdad ¿no?

GREGORIO: Sí, pero podrías hacerlo a otra hora: cuando no estoy. Paso bastante tiempo fuera. ¿A poco no te alcanza para tus cosas?

ROSARIO: No, aunque lo dudes. Para entenderme tendrías que quedarte siquiera una semana y ver todo lo que hago.

GREGORIO: Me quedo y quién sale a trabajar. ¿Tú?

ROSARIO: Si pudiera, lo haría. Pero no hay nada, ya vi.

GREGORIO: (Levanta la cabeza.) ¿Có-mo que ya viste? ¿A poco has andado buscando trabajo? (Interpreta el silencio de su mujer como una afirmación.) ¿Y por qué no me lo habías dicho?

ROSARIO: Pensaba decírtelo cuando encontrara algo.

GREGORIO: Menos mal.

ROSARIO: (Después de unos minutos de silencio.) ¿Por qué te quedaste tan callado? ¿Qué piensas?

GREGORIO: Ah ¡qué padre! Tú nunca me dices lo que haces, pero quieres que yo te diga hasta lo que pienso. Me cae que así eres de chueca en todo.

ROSARIO: Ya te enojaste. Si hubiera sabido cómo ibas a ponerte, ni te hubiera dicho nada.

GREGORIO: (Finge no haber escuchado.) Andas de aquí para allá, y yo ¡ni enterado!

ROSARIO: Ay Goyo, ¿a poco estás celoso? (La carcajada brutal de su marido la sorprende.) ¿Por qué te ríes así?

GREGORIO: (Tamborileando sobre su pecho.) Porque'ora sí te la jalaste, compañera. ¿Cómo crees que pueda estar celoso de tí?

ROSARIO: (En tono más alto.) ¿Y por qué no? ¡Contéstame!

GREGORIO: No me hagas hablar y, además, no me grites.

ROSARIO: No te grité, sólo pedí que me dijeras...

GREGORIO: (Inocente.) ¿Qué cosa?

ROSARIO: ¿Por qué no podrías estar celoso de mí?

GREGORIO: Nomás mírate al espejo... Nunca te arreglas.

ROSARIO: ¿Para quién? Los únicos hombres a los que trato son los de la basura, los del

agua, el policía. Tu casi nunca estás aquí.

GREGORIO: Qué habladora. Pero si apenas salgo del trabajo me vengo para acá.

ROSARIO: (Terminante.) Sí, y enseguida te pones a ver la tele.

GREGORIO: Porque no me pelas. Siempre estás haciendo cosas muy importantes. (Ríe.) Como planchar. ¿Eso pa'qué carajos sirve?

ROSARIO: Para que tú y tu hijo se vean bien, ¡para eso!

GREGORIO: Si quieres hacerlo por él, perfecto; por mí no te molestes. Sabes que no me importa cómo me veo.

ROSARIO: Ya lo sé: te da lo mismo gustarme o no. ¿Crees que eso no me duele?

GREGORIO: Mira quién habla. Ay, cuatita, ¿ves por qué te aconsejé verte en el espejo?

ROSARIO: No necesitas aconsejarme nada: me he visto muchas veces.

GREGORIO: Por ahí hubiéramos empezado: si pasas horas frente al espejo claro que no vas a tener ni un minuto para sentarte conmigo.

ROSARIO: ¿Quieres que me siente contigo para ver cómo miras la tele? (Arrepentida.) No me molesta que la veas, pero me gustaria que tan siquiera de vez en cuando platicáramos.

GREGORIO: A mí también, pero es imposible porque siempre estás planchando. Entonces ¿con quién voy a hablar?

ROSARIO: Pues conmigo. (De pie.) Dios santo, qué desesperación. (Gime.)

GREGORIO: ¡Uta madre! ¡Ya estás llorando! Todas nuestras conversaciones acaban igual. (Gregorio se levanta, decidido a acercarse a su mujer, y suaviza el tono.) Dime ¿qué te pasa, qué tienes? ¡Quiero saber!

(Repentinamente vuelve la luz. Gregorio retrocede, enciende la tele y sonríe al ver las imágenes en la pantalla. Rosario se levanta, toma la plancha y pronto la circundan nubecitas de vapor, leves como el tono de voz con que repite su eterna frase: ``No me pasa nada, nada, nada''.)