La Jornada Semanal, 28 de julio de 1996


Promesa

Ricardo Chávez Castañeda

Ricardo Chávez Castañeda (México, DF, 1961) es autor de La guerra enana del jardín. Plusmarquista de la narrativa, ha obtenido numerosos premios, incluido el Nacional de Cuento en 1991. Se trata, sin duda, de una de las voces más sólidas de su generación. En "El curioso impertinente" publicamos otros dos textos laberínticos, una entrevista con Jean Clarence Lambert y un cuento de Gabriel Wolfson Reyes (Puebla, 1976). En 1995, Wolfson, narrador de temprana madurez, publicó un riguroso volumen de prosas breves: La inmortalidad del cangrejo.



Ni sabes quiénes te siguen ni recuerdas un motivo. Empujaste la puerta que da al jardín y escapaste por el paso angosto que rodea la casa. Eran muchos los perseguidores, de eso estás seguro. Eran muchos, no eran humanos, y adentro en el laberinto de pasillos y medios tonos dejaste a alguien que te importaba, aunque ya no seas capaz de evocar ningún rostro para entregarte con los filos completos al ejercicio de la culpa.

Es el problema contigo. Tienes una memoria de plazos cortos, acaso un diámetro de remembranzas de unas cuantas calles. Si hubieras intentado recordar apenas al trasponer la verja de hierro, justo al salir a la avenida, habrías tenido una historia completa. Lo que te asalta en el parque, demasiado lejos de cualquier justificación plausible para seguir corriendo, es una retacería de sensaciones: el dolor en las muñecas, una presión infame en la ingle, la peste. Sólo eso, y sin embargo te obligas a voltear, allí, junto a los columpios, sin detener la fuga.

Ahora ni siquiera perdura la certeza de que los perseguidores posean algo inhumano. Se han convertido en un mero pretexto.

Atraviesas la plazoleta rodeada de pinos, evades el kiosco, desembocas en el corredor largo y empinado que conduce a la iglesia. A la izquierda se levanta el muro de ladrillos; a la derecha se suceden casas de una planta y rejas emparejadas por la herrumbre. Allí, en el corredor, frente a una de esas rejas, alcanzas la distancia necesaria para olvidarte de quienes te buscan.

Es el problema. Tu memoria son unas cuantas calles a la redonda que no sirven para trenzar historias. Así como perdiste las causas y el principio de la persecución con tanto pasillo recorrido a ciegas dentro de la casa, ahora acabas de sumar los pasos suficientes para preguntarte por qué corro?, y acortas el tranco y echas a caminar con una placidez que no cuadra con la huida.

Esa manera de rememorar. Como si tu memoria fuera otra sombra prendida a los pies y al desplazarte no hicieras sino remolcar perímetros e ir descentrando los recuerdos. Eso es. Tu memoria es espacio. No tiempo. Una memoria en forma de círculo, y ha dejado de inquietarte que una mujer vestida de negro pudiera desembocar también en el corredor, tras de ti, con una gordura como deslave. No te importa esa obesidad eventual que podría rozar el muro de ladrillos y poner rechinidos, al mismo tiempo, en las rejas herrumbrosas de la acera opuesta, porque la casa aquella de los medios tonos se te salió de los límites de lo recordable con la última zancada. Así no hay forma de reparar en que un perseguido debe volverse de vez en cuando. Te salva la cortedad de tus reminiscencias pero también te empuja a historias que aún no suceden.

Es contrapeso, nada más que equilibrio. Si cada paso significa recoger el diámetro de tu memoria, cada paso implica también empujarlo hacia adelante.

No hay truco. En tu memoria circular caben múltiples direcciones; el milagro se reduce a variar la trayectoria de la evocación. Recordar hacia el frente como antes recordaste hacia atrás, como bien pudiste recordar hacia la izquierda o hacia el centro.

El centro eres tú. Con el mismo paso que perdiste la casa de los laberintos, entraste a un episodio que habrá de sucederte allá arriba, a un costado del templo nuevo, en ese territorio de escombros que fue la iglesia en épocas mejores.

Recuerdas que el dejo de aprensión desaparecerá cuando adviertas a la mujer. Ella se te meterá en los ojos, joven y fugaz, y después querrás inventarte argumentos que ignoren el vestido entallado, cuando lo cierto es que te saldrás del corredor exclusivamente por la liviandad de la tela y la contundencia de las líneas que se perfilan a trasluz. Las ruinas estarán mudas y soleadas. Un horizonte de abandono en tonos sepia y ella al fondo, más allá de los montones de piedra, y la puerta que no lo parece y ella entrándose.

Abajo, todavía en el corredor, sigues andando para saber que sí, allá arriba, al término de la cuesta, dejarás ese mismo corredor y te internarás entre el varillaje. Abajo, caminas pare recordar que arriba cruzarás el vano, como ella, y encontrarás la penumbra azulada y un frío de subsuelo. Será apenas el túnel. Al final, las butacas, una pantalla improvisada, la película en blanco y negro. Lo notarás y te va a importar bien poco. Dos mujeres en la primera fila; una más cerca de ti, junto al pasillo, pero no serán ella. Quizá del otro lado, por otra puerta, pensarás, pero seguirás quieto, la espalda en la cortina que cubre el muro, un dolor en las muñecas que sabrá Dios dónde pesqué. Inmóvil, pero como allá abajo sigues caminando, el recuerdo va acercándose al centro de tu memoria y se afinan los detalles.

La película es antigua. Habrás visto a los actores envejecidos en otras cintas. El carro de ella volcó sin consecuencia y él estaba ahí para ayudarle; el tacón está roto, ella se queja de una rodilla que no sangra.

Aprovecharás la luminosidad que se desprende de la película con una toma gratuita ellos en primer plano, el sol al fondo para advertir que el barracón no tiene más de cincuenta sillas plegadizas, y aparte de las tres mujeres y un hombre raquítico, el sitio está lleno de niños. Querrás pensar que es una tontería tenerlos allí, seguramente obligados, pero te sorprenderá descubrir que los niños no miran la película.

No será un efecto del vaivén de luces y sombras que genera el proyector. Para entonces te habrás acostumbrado a la penumbra: también las mujeres te estarán observando y el hombre de ridícula estatura. Él será quien se acerque pero la mujer de la mantilla tendrá la ventaja que da una butaca pegada al pasillo. Se reacodará en el antebrazo y murmurará tierna que es bueno tenerlo por aquí. Así, educada y en deferente "usted".

Seguro que allá abajo, en el corredor, pierdes el paso. Te resguardan el muro de ladrillos y las rejas, y sin embargo en ese momento, arriba, entenderás que la mujer de la falda entallada fue un anzuelo. Podrás empujar al hombrecillo que viene por el fondo del barracón, y alcanzar el túnel. No será difícil. La verdad es que empezarás a perder la ventaja que te dio la intuición en una inmovilidad absurda. Abajo, en el corredor, petrificado; petrificado en ese cine impropio que te espera en las ruinas de la antigua iglesia, y recuerdas que si no pasarás sobre el hombrecillo será porque lastimarías a los niños que vienen detrás. Eso pensarás: lo lastimaré al correr hacia el túnel. Y habrá una niña entre los ojos que te miran y se acercan, una promesa de niña que irá emergiendo de los reflejos azulesque desdobla la pantalla.

Te quedaste junto a un árbol. El único en todo el corredor que lleva hacia la iglesia. Han vuelto el dolor de las muñecas, la presión en la ingle, la peste. No quieres dar un paso más para no recordar lo que te sucederá allá arriba, pero son el hombrecillo y los niños que vienen hacia ti, quienes están encargándose de empujar el desenlace al centro de tu memoria.

Es un reflejo. Comienzas a desandar el corredor con el sentimiento ambiguo de que no es la primera vez que huyes. El problema con tu memoria: cuatro direcciones para recordar pero de un lado está el muro de ladrillos, y del otro la interminable serie de rejas herrumbrosas. No te queda más que volver por el mismo camino, ahora cuesta abajo, y aunque no hay tal mujer de obesidad imposible bloqueándote el regreso, estás empezando a acordarte de una casona con pasadizos interminables.

No es fácil evocar algo así. La presión infame de la ingle sirve para distraerte, y para distraerte también llega el presentimiento de que si te duelen las muñecas es porque los niños tenían hambre.

Pero no te restan direcciones para la fuga. Las rejas y el muro del corredor que te flanquean tienen mucho de matadero. Por eso la promesa de la casona alcanza el centro de tu memoria, es inevitable, y ya no queda nada que no sean las palabras que dirás allá. Llevas a alguien de la mano. Te presiona con fuerza, tú intentas asirla igual, aunque con la reculada está volviendo a tu memoria la certitud de que los perseguidores no serán humanos. Lo prometo te escuchas decir verás que saldremos juntos, y enfrente, en un doblez de la oscuridad, el silencio de quien ha decidido sujetarte con ambas manos volverá a hincarse y a esperanzarse en ti.






Miguel Arnulfo Ángel



Entrevista

Invitación al laberinto

El poeta Jean Clarence Lambert (París, 1930) disertó en la Cátedra Extraordinaria del Exilio Español, organizada por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, sobre el tema del laberinto. El nombre de Lambert está asociado a un amplio trabajo ensayístico, crítica de arte, creación poética y traducción. En cuanto a esta última actividad, ha sido el traductor de Octavio Paz al francés.

Por qué ese interés tan apasionado por el tema?

Primero fue una inquietud personal. Antes de ser un objeto de estudio, fue un tema directriz en mi obra poética y quizás en mi vida. Para mí el laberinto es un método, como dice Nietzsche, no sólo de investigación sino de conocimiento de mí mismo, y ha representado la parte experimental de mi trabajo como poeta. El laberinto está ligado a la experimentación, es decir al laboratorio. Por cierto, viene de una palabra perdida que se relaciona con labor (trabajo), labra (caverna), inda (usada para el juego), lo que daría "juego de caverna". También quiere decir "equipaje", como en Lewis Carroll.

Hice el primer trabajo sobre el tema a partir de El laberinto de la soledad de Octavio Paz, que traduje al francés en 1950. Desde entonces, tomé conciencia de la riqueza del asunto. Actualmente, tengo el proyecto de hacer una enciclopedia del laberinto. También he organizado encuentros, coloquios y hasta festivales sobre el laberinto, como los que llevé a cabo en París, en 1984, y en Lisboa. En 1985 se celebró un coloquio sobre antropología filosófica, junto con una exposición en el museo de Arte Contemporáneo; en esa ocasión se exhibió también una película titulada El hombre del laberinto, rodada en Chartres, precisamente por el famoso laberinto de su catedral. También he hecho una ópera teatral con música laberintiana, llamada Los laberintos.

Creo que el laberinto incluye a la persona que lo estudia; se trata de un tema antropológico en el que uno no puede ser un mero espectador, y es imposible estudiarlo a distancia. Hay que estar en el laberinto para estudiarlo. No hay que olvidar que en nuestro cuerpo hay órganos fundamentales que son laberínticos. Por ejemplo el oído, del que se tiene experiencia en la etapa prenatal, cuando aún se está en la caverna oscura. También el cerebro, asiento de la razón, es laberíntico, lo mismo que los intestinos, que guardan relación con las emociones.

Y cuáles son las experiencias de la vida que lo han colocado frente a los laberintos?

Hay algunas comunes para todos, por ejemplo la divagación en las grandes ciudades, cuando se tiene la experiencia de sentirse perdido. Entonces se vuelve a la sensación remota de estar extraviado como en la infancia. Todo niño ha sido "niño perdido" en algún momento de su vida, o al menos ha tenido el temor de perderse.

Quizá como metáfora general la idea del laberinto fue introducida por Nietzsche. Antes sólo era un relato mítico sobre la hazaña de Teseo. Se anunció levemente con el manierismo renacentista, pero ahora aparece de manera más generalizada.

El laberinto siempre tiene una relación con el espacio?

Sí, se trata de una teoría del espacio representado, pero hay que distinguir entre dos concepciones: la propuesta por la perspectiva y la propuesta por el laberinto. En la primera, se trata de un punto fijo que domina el mundo con un criterio matemático, tal como lo quiso la prepotencia del Príncipe, cuyo prototipo es Lorenzo de Médicis. Pero hoy estamos ante una concepción del espacio polisensorial, dinámica y englobante, como la plantea Pollock.

El laberinto también es susceptible de asociarse con el barroco y el gótico.

La época barroca fue la gran creadora del laberinto, especialmente con los diseños de jardines que son mezcla de laberinto y de perspectiva. Los jardines franceses eran inicialmente perspectivas, y luego, hacia el siglo XVII, para romper este punto de vista hicieron uso del laberinto.

Entiendo que usted se ha acercado también a Oriente.

La estructura laberíntica también existe en la civilización china, por una razón simple: para los chinos, la línea recta es del demonio, porque el demonio corre en línea recta y sólo es posible evadirlo con la línea curva. Los cultos a la caverna eran celebrados por los chinos con danzas laberínticas.

Y América Latina?

Cortázar, en Rayuela, mezcla tiempos y espacios que se confunden entre París y Buenos Aires. Borges también incursiona en el laberinto como metáfora y concepto, por ejemplo en el cuento "La casa de Asterión". En algunos cuentos de Borges el desierto es el laberinto absoluto.

El laberinto puede no ser lo sinuoso, sino lo continuo...

Está la perspectiva de Borges, cuyo personaje es abandonado en la mitad del desierto, sin puntos de referencia.

Y en estos casos, quién sería Teseo?

Con seguridad, el lector.

Algo que me parece curioso es que existan referencias a laberintos claros, porque generalmente son oscuros.

Yo preferiría hablar de laberintos positivos y laberintos negativos. Entre los positivos estarían los pasillos de las catedrales, porque al final llegan a un punto. Hay dificultades, pero al final hay salida.

Por qué los románticos vieron el laberinto relacionado sólo con la negatividad?

Porque en ellos hay una gran nostalgia del pasado, del hombre primordial. En el siglo XX es más una utopía negativa.