La Jornada Semanal, 28 de julio de 1996


Gloria y desastre de Morelos

Fernando Benítez

En unos días aparecerá en editorial Era El peso de la noche (Nueva España, de la edad de plata a la edad de fuego), el más reciente libro de historia de Fernando Benítez, dedicado a explorar el siglo XVIII colonial, los días de la expulsión de los jesuitas, el gran auge minero, y la vida de dos grandes caudillos de la Independencia: los curas Hidalgo y Morelos. Presentamos un fragmento del capítulo dedicado al triunfo y martirio del máximo héroe de nuestra emancipación: José María Morelos y Pavón.



1812 fue el año estelar de Morelos. Reconquistó Chilapa, rompió el sitio de Huajapan, donde los realistas asediaban a ValerioTrujano; ocupó Tehuacán y Orizaba, y culminó su brillante campaña con la toma de Oaxaca el 25 de noviembre. Su prestigio militar llegó al punto más alto cuando el 19 de agosto de 1813 consiguió al fin tomar Acapulco con su fuerte de San Diego, que hasta entonces se había considerado inexpugnable, tras un sitio que se inició en abril.

Muchos historiadores se preguntan por qué hizo esto en vez de lanzarse contra Puebla o cortar el camino de Veracruz. Pero Morelos deseaba cumplir lo que le había encomendado Hidalgo y contar con el más importante puerto novohispano del Pacífico. El control de Acapulco le iba a permitir establecer relaciones con otros países y privar al virreinato de los ingresos que significaba el comercio de Oriente. Con la toma de Acapulco, Morelos llegó a dominar un territorio que se extendía desde Guatemala hasta Colima, es decir, los actuales estados de Oaxaca, Guerrero, el sur de Veracruz, Puebla, México y Michoacán. Su avance parecía incontenible y había sembrado el pánico entre todos los beneficiarios del virreinato.

El 14 de septiembre de 1813, Morelos inauguró el Congreso de Chilpancingo con la lectura de Los sentimientos de la Nación, uno de los grandes textos políticos mexicanos. Los veintitrés puntos presentados por Morelos son la base de la Independencia y constituyen el acta de nacimiento de México como nación.

Declaran a la América "libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía"; hacen de la religión católica la única, "sin tolerancia de otra"; aseguran que la soberanía dimana "inmediatamente del pueblo", que sólo quiere depositarla en sus representantes; dividen los poderes en ejecutivo, legislativo y judicial; piden que el gobierno liberal sustituya al tiránico; exigen que se moderen la opulencia y la indigencia, y se aumente el jornal del pobre, de modo que pueda mejorar sus costumbres, y se alejen la ignorancia, la rapiña y el hurto; reclaman que las leyes generales comprendan a todos y por tanto queden abolidos los fueros que privilegiaban a religiosos y militares.

El punto 15 proscribe para siempre la esclavitud y la distinción de castas, "quedando todos iguales y sólo distinguirán a un americano de otro el vicio y la virtud". Pide a continuación que se acaben la infinidad de tributos e imposiciones, que por todo impuesto se cobre a cada individuo el cinco por ciento de sus ganancias, y que la tortura quede prohibida por la nueva legislación.

Gracias al Congreso, la insurgencia adquirió la ideología y la legitimidad que poco después fueron consagradas en la Constitución de Apatzingán. Morelos fue nombrado generalísimo, es decir, comandante en jefe de los ejércitos insurgentes y encargado del poder ejecutivo. En contraste con los demás héroes y caudillos de Hispanoamérica, no aceptó ninguno de estos cargos ni el tratamiento de "alteza". Su intención fue encabezar un movimiento independentista con el más humilde y ejemplar de los títulos: Siervo de la Nación.

José Sixto Verduzco, quien con Rayón y José María Liceaga era diputado al Congreso en que Carlos María de Bustamante, Quintana Roo y José María Cos figuraban como suplentes, le insistió en que aceptara el nombramiento conferido por el pueblo, el Congreso y el ejército. Morelos quedó como generalísimo y depositario del poder ejecutivo y juró defender a costa de su sangre los derechos de la nación mexicana, la religión católica y la pureza de la Virgen María.

El 5 de octubre ratificó el decreto de Hidalgo en Guadalajara que abolía la esclavitud: "Porque debe alejarse de la América la esclavitud y todo lo que a ella huela, mando a los intendentes de provincia y demás magistrados que pongan en libertad cuantos esclavos hayan quedado y que los naturales que forman pueblos y repúblicas hagan sus elecciones libres. Los pueblos no se deben a ningún individuo sino solamente a la nación y a su soberanía."

El 6 de noviembre, la junta de Chilpancingo, con el nombre de Congreso de Anáhuac, declaró que el Congreso de Chilpancingo había proclamado el Acta de Independencia de la Nación Mexicana: "Por las presentes circunstancias de la Europa, [la América Septentrional] ha recobrado el ejercicio de su soberanía usurpada, y en tal concepto queda rotapara siempre jamás y disuelta la dependencia del trono español..."

Matamoros dio otro gran triunfo a la insurgencia: atacó en San Agustín del Palmar a un largo convoy realista que se dirigía de Orizaba a Puebla, y destruyó al célebre batallón de Asturias que había llegado de España para reforzar a Calleja. Entonces Morelos, que nunca antes había sido tan fuerte en hombres y recursos, inició su cuarta y última campaña. En vez de dirigirse contra la ciudad de México, prefirió asegurar el centro del país y en primer término tomar Valladolid, ciudad natal y cuna de la Independencia, para que en ella fuera proclamada la Constitución. Una vez conquistada la legitimidad, Valladolid se convertiría en la capital de la América mexicana.

El 22 de diciembre de 1814, los insurgentes se presentaron ante Valladolid. Morelos contaba con el mayor ejército que había mandado jamás: 6,000 hombres bien armados y con provisiones. En cambio, la guarnición realista sólo constaba de 800 personas. No obstante, Morelos ignoraba que los meses empleados en el asedio de Acapulco habían servido a Calleja nuevo virrey y capitán general de la Nueva España para exterminar a los jefes rebeldes que podían prestar ayuda a Morelos, y para reagrupar sus fuerzas a fin de asestar un golpe definitivo al gran caudillo insurgente. Calleja ordenó a Agustín de Iturbide y a Ciriaco del Llano que unieran sus tropas para formar con tres mil soldados el ejército del norte, y que a marchas forzadas acudiesen a defender la capital de Michoacán.

En realidad, el desmoronamiento de la insurgencia había empezado tiempo atrás con la caída uno tras otro de los insurgentes de Morelos. El primero fue don Leonardo, el patriarca de los Bravo, que al romperse el sitio de Cuautla quedó encargado de escoltar a los civiles. Los realistas lo aprisionaron en la hacienda de San Gabriel y ofrecieron indultarlo a cambio de la rendición de sus hijos. Nicolás y sus hermanos no aceptaron el chantaje. Morelos ofreció al virrey canjear a don Leonardo por ochocientos prisioneros españoles. Venegas desdeñó la oferta de Morelos y Leonardo Bravo fue fusilado en México.

La noche triste de la libertad

El plan revela el genio estratégico de Morelos: él iba a partir de las Lomas de Santa María para atacar la ciudad por el sur, en tanto que las divisiones de Hermenegildo Galeana y Nicolás Bravo lucharían en la garita del Zapote. Galeana arrasó con las defensas enemigas pero al entrar en Valladolid se encontró emboscado por el fuego de los cañones y los francotiradores realistas. En ese momento apareció la caballería de Iturbide y los insurgentes se vieron tomados entre dos fuegos. Matamoros fue en auxilio de sus compañeros. Gracias al valor de Galeana y Bravo, los insurgentes lograron salvar de momento gran parte de sus fuerzas. Mientras tanto, las tropas de Llano se sumaron al otro bando. Iturbide envió jinetes que cargaban a la grupa un soldado de infantería y llevaban la cara pintada de negro, como sus adversarios. La confusión fue total. Iturbide logró romper las líneas enemigas y obligó a las tropas de Morelos a retirarse en desorden y atacándose entre sí en la oscuridad. En vano Matamoros, Galeana y Bravo intentaron frenar la huida.

En esa noche triste de la Independencia, la trágica Navidad de 1814, Morelos permaneció extrañamente indeciso. Su inacción ante el ataque combinado de Iturbide y Llano la explican algunos por los terribles dolores de cabeza que sufría y lo forzaban a ir siempre cubierto con un paliacate. La orden a la postre fatal de pintarse la cara, se ha tratado de explicar por la necesidad de que tropas tan heterogéneas y carentes de uniforme pudieran reconocerse entre ellas mismas. Parece indudable que en el bando de Morelos pululaban los espías. De otra manera no se entiende que Iturbide haya estado al tanto de la orden de Morelos y por tanto la haya aprovechado con una brillante estratagema.

Mientras sus fuerzas en desbandada eran perseguidas por la caballería realista, Morelos alcanzó a llegar a la hacienda de Chupío. No ignoraba que su derrota era definitiva. Confió el mando a Matamoros y en la hacienda de Santa Lucía, cerca de Puruarán, se consumó el desastre insurgente el 4 de enero de 1814. Matamoros cayó preso. Uno de sus propios oficiales lo denunció y el hombre que era el brazo derecho de Morelos fue fusilado en los portales de Valladolid. En vano Morelos ofreció a cambio de Matamoros doscientos prisioneros del batallón de Asturias.

A semejanza de lo ocurrido con otros caudillos populares, la brillante carrera militar de Morelos había durado sólo tres años. Logró firmar en Apatzingán el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana que había querido proclamar en su natal Valladolid, pero fue despojado del mando político y militar. Rayón dijo que "era conveniente mandar a Morelos a decir nuevamente misa" en su parroquia de Carácuaro. El Siervo de la Nación contestó humildemente que al ya no ser útil como general serviría de buena voluntad como simple soldado.

Las intrigas de Rayón y Rosáinz se sumaron a otras deslealtades y conflictos étnicos para acabar con la gloria de Morelos. El antiguo generalísimo vio reducido su mando militar a los 150 hombres de su escolta, destinados a proteger el Congreso de Anáhuac contra el asedio cada vez más enconado de los realistas. El inepto tinterillo Rosáinz se hizo cargo de la comandancia suprema de lo que había sido el ejército de Morelos. El único resultado estratégico de Rosáinz fue una derrota aplastante en Chichicualco, a manos del jefe realista Armijo. A partir de entonces Galeana, Bravo y Guerrero quedaron reducidos a operaciones de guerrilla que mantuvieron la llama de la insurgencia.

Derrota y humillación del héroe

Morelos defendió al Congreso de Anáhuac hasta el último momento de su desastrosa huida. En Texmalaca un sitio que aún ahora resulta casi imposible de localizar en los mapas fue vencido por el coronel Manuel de la Concha. Se despidió de su fiel ayudante y de su caballo blanco, se internó en el bosque y desenvainó su espada. Pronto lo rodearon muchos soldados que le apuntaban con sus rifles. Morelos se entregó. Calleja había prometido una cuantiosa recompensa y un ascenso militar a quien lo matara o lo tomase prisionero.

Los jefes realistas Concha y Villasana entraron en una habitación llena de insurgentes atados de manos. Villasana preguntó si Morelos lo conocía. Morelos no respondió. El realista volvió a la carga:

Pues yo soy Villasana. Dígame usted qué haría si la suerte se hubiera trocado y usted nos hubiese aprehendido al señor Concha y a mí?

Les doy un par de horas y los fusilo. Díganme si van a matarme ahora mismo, para disponerme en seguida, pues soy cristiano.

Concha lo encadenó y a través de pueblos apartados de los caminos principales lo llevó hasta Tlalpan. El virrey ordenó que lo encerraran en la Ciudadela, la antigua fábrica de tabacos transformada en fortaleza por Calleja. Días después fue trasladado a los calabozos de la Inquisición en la plaza de Santo Domingo.

Los inquisidores lo acusaron de hereje volteriano lo que Morelos nunca fue, traidor a Dios, al rey y al Papa y otros cargos malignos. Morelos respondió con gran sencillez y dignidad. Se determinó que, como Hidalgo, debía ser castigado con la degradación sacerdotal.

Durante varios días lo acusaron de delitos civiles. Morelos declaró tener cincuenta años y dos meses. Dijo que en la guerra de Independencia había actuado primero con el título que le confirió Hidalgo: comandante de la costa del sur; después la Junta Suprema de Zitácuaro lo hizo teniente general y luego capitán general; por último el Congreso de Anáhuac lo nombró generalísimo. En este cargo duró tres meses, pues el Congreso reasumió el poder ejecutivo y Morelos quedó como simple vocal sin mando militar.

Ante la acusación de crueldad por haber ejecutado a militares españoles en Oaxaca, Orizaba, Acapulco, Tecpan y Juchitán, declaró que los fusilamientos se hicieron de acuerdo con el Congreso, pero aceptó la responsabilidad que le correspondía en estos hechos, impuestos por las necesidades de la guerra. Afirmó que, en cambio, se opuso a los saqueos, si bien no en todas las ocasiones pudo evitarlos. Ordenaba embargar los bienes de peninsulares y criollos que no seguían su partido. No obstante, dejaba constancia escrita para futuras reparaciones y siempre había tomado sólo lo indispensable para el mantenimiento de sus tropas. Había acuñado moneda pero exclusivamente en nombre de la nación y jamás dispuso de ella para su beneficio personal.

Cuando lo interrogaron acerca de "si procuró llevar adelante sus empresas militares sin reparar en los medios y males que habían traído como consecuencia", respondió que nunca pudo prever que se siguieran tales estragos, y no podía negar que siguió con sus ideas y con el mismo esfuerzo hasta que, desengañado, tuvo momentos de debilidad. Pensó que, cumplida su misión de trasladar al Congreso a las provincias de Puebla o Veracruz, podría exiliarse en Nueva Orleáns o en Caracas. La humildad y franqueza de Morelos revelan la pesadumbre de la desilusión que puede acabar aun con los hombres de su temple.

Para lograr el descrédito de Morelos y sembrar el terror entre los partidarios de la insurgencia, se difundió una supuesta retracción en que lamenta sus acciones y delata a los guerrilleros que, bajo las circunstancias más precarias, seguían luchando en las montañas. Los documentos tienen todo el aire de ser apócrifos, calumnias inventadas a fin de impedir que el héroe se convirtiera en leyenda. En el caso remoto de que fueran auténticas se explicarían por las mismas condiciones de absoluta devastación psicológica que llevaron a las víctimas de los procesos de Moscú a morir vitoreando a Stalin, su verdugo.

Cuando se ha perdido todo lo que justificó nuestra existencia, cuando la derrota pública e íntima es total, el único asidero es algo que trascienda nuestra precaria individualidad: la historia y el triunfo del comunismo en el caso de los asesinados por Stalin; la victoria de la fe católica y la salvación eterna de su alma en lo que se refiere a Morelos, que en ningún momento dejó de ser un fervoroso creyente.

Respecto a los edictos de excomunión lanzados en su contra por el obispo Abad y Queipo, declaró no tener noticia alguna. No había hecho caso de las demás excomuniones porque sólo podrían ser impuestas a una nación independiente por el Papa o un concilio general. Por otra parte, jamás reconoció la legitimidad de Abad y Queipo en el obispado de Valladolid.

Los esfuerzos de sus jueces por hacerlo caer en contradicciones resultaron inútiles. Siempre dio respuesta serena y franca a sus preguntas. No se consideró traidor al rey, ya que "la huida de Fernando VII devolvió su libertad a la Nueva España; y los americanos, al levantarse contra el monarca, no habían incurrido en falta alguna; al contrario, habían ejercido un derecho sacratísimo".

Muchas personas importantes de la capital solicitaban permiso al virrey para ir a ver al monstruo entre rejas. Morelos soportaba, impasible, miradas, burlas e injurias. La Inquisición, ya abolida en España, dio su último golpe en las colonias encargándose del caudillo insurgente. Como a Hidalgo, se le sentenció a la degradación sacerdotal.

El día señalado para humillarlo, el gran salón estaba atestado por el clero, la nobleza, el ejército y los burócratas del virrey. Morelos apareció vestido con una sotana que deliberadamente le llegaba a las rodillas y le daba un aspecto grotesco. El obispo le cortó la coronilla y raspó de sus manos la unción. Morelos, arrodillado, se retractó de sus actos y pidió perdón. Fue un terrible drama religioso. A Hidalgo y a Morelos se les acusó de lo que nunca fueron: herejes. Católicos auténticos, enfrentados a la salvación o perdición eterna de sus almas, confesaron todo lo que se les ordenó. Durante el proceso, Morelos dejó escapar una sola lágrima.

El Santo Oficio lo entregó al brazo secular, es decir a la justicia virreinal. Los realistas condenaron a muerte a su peor enemigo. El virrey Calleja intentó quedar como generoso ante la posteridad: denegó la solicitud del fiscal para que Morelos fuera torturado y sometido a mutilaciones corporales antes de la ejecución, pero en modo alguno concedió el indulto. Temeroso de que pudiera haber disturbios si el caudillo era sacrificado en la Plaza Mayor, la Alameda o cualquier otro punto céntrico de la ciudad, Calleja decidió que la sentencia se cumpliera en Ecatepec, en la casa donde los virreyes preparaban su entrada solemne en la capital. El edificio fue construido a orillas del lago de Texcoco; para 1815, gracias a la desecación, ya se alzaba en medio de un paisaje desértico.

El jardín y el desierto de sal

En la madrugada del 22 de diciembre su captor, el coronel Concha, rodeó de soldados la Ciudadela y poco después apareció Morelos, andando con trabajos debido a los grilletes atados a sus pies.

Subió a un vehículo donde lo esperaba el padre Salazar. El coche empleó una hora en alcanzar la Villa de Guadalupe: "Aquí me van a sacar: vamos a morir", dijo Morelos. Pero su martirio no había terminado: se le permitió arrodillarse a las puertas de la capilla del Pocito y se le dio algo de comer. Continuaron hasta San Cristóbal Ecatepec. Mientras se preparaba la ejecución, Morelos quedó bajo vigilancia en un pajar. Miró el paisaje de salitre a través de la ventana y le dijo a Concha:

Qué triste es esto, señor Concha. Y yo que nací en el jardín de la Nueva España.

Concha había llegado a estimarlo y lo trataba con el mayor respeto. Le ofreció un almuerzo en compañía de la tropa. Mientras bebía el caldo de su taza, Morelos comentó:

Hermoso día. Sabe usted?, hace mucho tiempo que no gozaba de un reposo tan grato y tan completo.

Luego añadió:

Señor Concha, me gusta la construcción de esta iglesia. Me recuerda la mía, la de Carácuaro.

No hubiera permitido Dios que usted la hubiera dejado.

Señor coronel, cada criatura tiene una misión sobre la Tierra: yo quería la independencia de mi patria y luché por ella. No me arrepiento de lo que he hecho por ese ideal; he cedido a mis inspiraciones.

Yo, señor general respondió Concha, soy un simple soldado y respeto el juicio de los hombres.

Siguieron conversando y Concha le preguntó si había nacido en un pueblo cercano a Valladolid.

No señor, nací en la ciudad, pero como desde niño tuve una vida errante pocas veces he permanecido en Valladolid.

Al terminar el almuerzo, Concha le preguntó:

Sabe usted, señor general, a qué hemos venido aquí?

Me lo imagino: a morir.

Llegó el vicario de Ecatepec acompañado de algunos oficiales. Se quedó a solas con Morelos para confesarlo.

Tómese todo el tiempo que necesite dijo Concha.

Cuando el sacerdote concluyó, entraron todos de nuevo y Morelos se dirigió a ellos:

Amigos e hijos míos: antes fumaremos un puro, pues es mi costumbre después de comer.

Hablaba con tanta dulzura y sencillez que Concha, el sacerdote y los oficiales apenas podían contener las lágrimas.

Llegó el pelotón de fusilamiento y Concha se adelantó conmovido. Morelos lo atajó:

Bueno, no mortifiquemos más. Vamos, señor Concha, venga un abrazo.

Señor general... balbuceó Concha.

Nada de afligirse. Vamos, señor Concha, venga un abrazo.

Señor general...

Nada de afligirse. Será el último.

Morelos se ajustó el hábito, dijo algunas palabras al padre Salazar, pidió un crucifijo y lo tomó en sus manos:

Señor, tú sabes si he obrado bien y, si mal, me acojo a tu infinita misericordia.

No quiso que nadie le vendara los ojos y él mismo se los cubrió con un pañuelo blanco. Le ataron los brazos y, arrastrando los grilletes que entorpecían su paso, llegó al paredón y preguntó:

Aquí me he de hincar?

Sí, señor; haga de cuenta que aquí fue nuestra redención dijo el padre Salazar.

Morelos se arrodilló, el oficial alzó su espada, dio la voz de fuego y Morelos cayó con la espalda atravesada por cuatro balas. Como aún se movía, le dispararon otros cuatro proyectiles que acabaron con su vida.

Lo inolvidable de Morelos no son tanto sus victorias, sus derrotas, sus atroces sufrimientos, como el habernos legado una Constitución en donde el poder legislativo frenaba el del ejecutivo; un poder judicial autónomo y la anulación del sistema de castas, sustituido por un orden en que todos eran mexicanos. Se trataba de convertir la Nueva España en México, un país moderno y democrático. Lo peor de todo es que, una vez alcanzada la Independencia, olvidamos el legado de Morelos. Sólo por breves periodos, durante los regímenes de Juárez y Madero, hemos conocido la democracia. Debemos volver al proyecto de república que diseño José María Morelos, quien perdió la vida para salvar la legalidad.