La Jornada Semanal, 28 de julio de 1996


La raya demoniaca

Sylvia Navarrete

La crítica de arte Sylvia Navarrete ha escrito, entre otros trabajos, una monografía sobre el pintor y dibujante Miguel Covarrubias. En este ensayo, Navarrete se acerca a una sugerente interpretación de la línea como un trazo perverso. Si el tritono fue considerado como "el diablo en la música", las espirales y los laberintos de la conciencia pueden ser vistos como los demonios de la plástica.



Nada menos inocente que las rayas de los trajes de baño, la ropa de bebé, la señalización urbana y mil elementos del entorno, nos informa el francés Michel Pastoureau. Este especialista en heráldica es autor de dos libros dedicados al tema, por desgracia no traducidos al español: L'étoffe du Diable (La tela del Diablo) y Rayures. Une histoire des rayures et des tissus rayés (Rayas. Una historia de las rayas y de las telas rayadas), ambos publicados por la editorial Le Seuil, en 1991 y 1995, respectivamente.

La fama inicial de las rayas es siniestra y se debe a los carmelitas. Traídos de Palestina en 1254 por el rey San Luis, no visten hábitos lisos como suelen las otras órdenes religiosas, sino estriados de café y blanco. Predican un regreso a los tiempos del profeta Elijah, lo cual despierta la hostilidad del pueblo cristiano. En un intento por acabar con la controversia, un decreto papal de 1698 impone el abandono definitivo de este manto de la discordia. Algunos historiadores explican el fenómeno de rechazo asociando el vestido carmelita con el irham, rayado blanco y negro de los peregrinos mahometanos. Pastoureau, en cambio, sostiene que la connotación negativa refleja un hecho cultural no aislado y profundamente arraigado en Occidente.

La raya en la Edad Media desvaloriza y señala al loco y a la prostituta, al enfermo contagioso y al verdugo, al juglar y al bohemio. En una civilización que otorgauna importancia primordial a la apariencia, este sistema resulta "legible" por el pueblo en su conjunto. El medievo es asimismo la época de gloria del blasón (un millón de escudos de armas registrados en toda Europa), sistema hereditario de reconocimiento personal a base de símbolos que se desarrolló entre la nobleza cristiana y que recurrió ampliamente a las listas simétricas. Hacia el siglo XV la raya se extiende a otros ámbitos. En vez de estigmatizar la deshonra y señalar al "culpable", se convierte en una protección que aísla del mal al sujeto. Da lugar a modas adrede provocadoras (las mallas ajustadas para los cortesanos) y marca la pertenencia de los sirvientes a sus amos de allí proviene la librea de los mayordomos y choferes de la aristocracia imperial y de la burguesía moderna. Símbolo de exotismo en Venecia durante el siglo XVI, de libertad con los pantalones y las banderas de los revolucionarios norteamericanos y franceses en el XVIII, la raya adquiere en el XIX un valor médico e incluso higiénico: invade el territorio de la ropa para niños, la que usan los adultos para dormir y la que adoptan los primeros aficionados a los baños de mar hacia 1850. Pero la raya como método de segregación sobrevive hasta entrado el siglo XX, mediante el uniforme a rayas de los presos y deportados. Los valores atribuidos a la raya evolucionan con las mentalidades pero conservan siempre un trasfondo turbador. Cuestión de estructura: resulta imposible diferenciar la figura del fondo en una superficie rayada.

En la sociedad contemporánea, quienes usan con mayor frecuencia ropa rayada son los niños y los adolescentes. El traje de marinerito ya pasó de moda; no así la camiseta estriada, reminiscencia de las rayas peyorativas del medievo como el leproso, el juglar y la prostituta, el niño es un excluido sin voz ni voto, reservadas por analogía a quienes de una manera u otra juegan. Paradójicamente las rayas, que empiezan a proliferar en la ropa infantil hacia mediados del XIX, al mismo tiempo que los colores pastel, son una garantía de limpieza y de salud. Durante mucho tiempo, por cierto, la ropa a rayas conservará la reputación de ensuciarse menos que cualquier otra idea obviamente falsa desde el punto de vista químico, no así en el campo de la percepción. La raya suele jugar el papel de trampantojo. Y siempre remite al disfraz (pensemos en el vestuario de los personajes de la comedia italiana desdeel Renacimiento, y en los trajes de los payasos de circo). Incluso los trajes de marinerito de nuestros abuelos, tan de buen ver, son un guiño de ojo alegre, como las rayas que atavían a los bufones. En un adulto respetable, vestirse con rayas vistosas sería una excentricidad, una voluntad de transgredir o chocar. Esas rayas se las reservamos a los jóvenes, a los histriones, a los artistas, y no sólo a la vestimenta que les corresponde sino a otros soportes de la fiesta y del juego: los dulces (pirulís), las pelotas, los puestos de feria, los accesorios de circo y de teatro. Hoy, en definitiva, la raya infantil es sana y dinámica, cualidad que explotan las firmas comerciales para vender productos destinados a los más jóvenes y a quienes desean permanecer jóvenes. Esto recuerda el caso de una pasta dental rojiblanca (Signal), prioritariamente destinada al sector juvenil, que tuvo enorme éxito en Francia a fines de los sesenta y se sigue consumiendo más que cualquier otra en ese país.

Similar a la raya infantil es la deportiva. Hecha para verse de lejos, es ante todo higiénica (se lleva pegada al cuerpo), lúdica y dinámica. Como el niño, el deportista se asemeja al payaso, al saltimbanqui, al teatrero y a todos aquellos cuyo trabajo consiste en darse en espectáculo. Pero existe en la raya deportiva una función adicional y esencial que falta en el caso del niño y del actor: la función emblemática, que ubica al jugador en tal o cual equipo de determinada ciudad, región o país. La raya deportiva obedece a códigos análogos a los que rigen los escudos de armas y las banderas. Toda competencia importante las finales de los Juegos Olímpicos, por ejemplo cobra una fuerte dimensión heráldica que recuerda los torneos medievales. En las camisetas y los shorts de los atletas, figuras y colores (rayas horizontales, verticales, diagonales) se alternan como en los escudos y los estandartes de los caballeros de antaño. Sin embargo, y se ignora la razón, en ciertos deportes (beisbol, basquetbol, hockey sobre hielo, box) los árbitros han conservado la vestimenta rayada, mientras que en otros (futbol, rugby) la abandonaron. Tampoco se sabe qué origen tienen las rayas de un club determinado, por qué llegan a formar un sistema y a asociarse a la emblemática de una ciudad, etcétera. Abundan los historiadores del uniforme militar, no así los de la ropa deportiva. La raya tiene tal carga visual y social que de pronto resulta difícil distinguir la buena de la mala. De un lado, el marinero, el bañista, el deportista, el payaso, el niño; del otro, el loco, el verdugo, el preso, el criminal. Y entre ambos, todo un surtido de marginados que participan de un mundo y de otro.

En la Belle Époque, por ejemplo, se puso de moda en ciertos círculos de vanguardia una raya "canallesca" que sobrevivió a la primera guerra mundial y perduró hasta hace poco. Se expresa por una camisa o una remera de gruesas rayas horizontales de colores llamativos. Provocativa y paródica, opera la fusión entre tres categorías de rayas: las de los presidiarios, las de los marineros y las de los atletas. Era exclusivamente masculina, y la portaban proletarios y artistas cuando salían a remar y a encanallarse en los antros de las orillas del Sena, como los retrataron a menudo los pintores impresionistas. La raya 1900 prosperó en la publicidad, el cine, la historieta.

En México, la dignificaron Tin Tan, o Pedro Infante en su papel de Pepe el Toro. A su vez, la raya Al Capone corrió verticalmente en los trajes de los gángsters americanos y de sus héroes de la pantalla de los veinte y treinta.

Hoy la raya peyorativa no ha desaparecido, a pesar de la supresión del uniforme en las penitenciarías y del triunfo de las playas y el deporte. Su significado ha cambiado: ya no designa al Diablo, como en la Edad Media, ni tampoco delata la transgresión del orden social. Ahora evoca sobre todo el peligro y funciona más como señal que como marca de exclusión. El código de señales urbanas las usa inmoderadamente: rayas rojas y blancas por doquier que advierten de un riesgo, invitan a la prudencia o prohiben tal o cual acceso. La asociación de ambos colores, el de lo prohibido y el de la tolerancia, pone de relieve la ambivalencia de la raya: simultáneamente guía y obstáculo, filtro y barrera. De cualquier modo, la raya conduce a menudo al uniforme y el uniforme a la sanción.

Por último, las superficies y las telas rayadas, por su cinetismo, siempre han atraído a los artistas, desde la temprana pintura religiosa europea hasta el arte abstracto más actual. Se volvió motivo de debate entre los parisinos cuando el artista Daniel Buren la aplicó en hileras de columnas chatas en medio de los jardines del Palais-Royal, magnífico edificio mandado construir por el cardenal Richelieu en 1629 y que, según muchas opiniones, la instalación contemporánea venía a desfigurar.

En la pintura mexicana de este siglo, la raya prolifera desde la escuela muralista y sus tránsfugas (Fernando Leal, Adolfo Best Maugard, Miguel Covarrubias) hasta, más cerca de nosotros, los seguidores de la abstracción geométrica (Vicente Rojo, Fernando García Ponce, Francisco Castro Leñero) y los figurativos, que la incorporan como motivo decorativo o como factor de equilibrio en la composición (Julio Galán, Boris Viskin, Luciano Spano). Algunos pintores incluso la adoptaron en el vestir, Picasso por ejemplo, quien proclamaba que para pintar bien había que "cebrarse el culo". Ya desde el siglo XVIII el famoso naturalista francés Louis Buffon describía a la cebra como un animal extraño pero simpático y juguetón, cuyo pelaje semejaba un disfraz permanente.






Gabriel Wolfson



Cuento

Un pequeñísimo indicio de regularidad

Mi nombre es Maurits Cornelis, el dibujante del pueblo. Para algunos, mis cuadros no representan sino el confuso plano de un arquitecto. El resto, que son los más, prefiere llamarme loco antes que detenerse frente a mis obras. No los culpo: mi vida ha sido una continua búsqueda de la eternidad, la necia tentativa de paralizar el tiempo mediante la negación de lo estático. Sin embargo, estoy harto ya de ver cómo mis láminas se llenan de fórmulas geométricas, de castillos perfectos pero imposibles, de animales que se transforman y vuelven a ser los del principio. Ahora, por vez primera, mi mano arriesga algunos trazos en el papel sin ser precedida por los mecanismos de mi intelecto; me atrevo a decir que trabaja sin acatar ninguna orden. Me imagino como un espectador con privilegios a quien le es dado observar al artista durante su proceso de creación. No intervengo en lo absoluto con el movimiento de mi mano. Ella se desliza sobre la hoja con la lenta cautela de un reptil, y va dejando a su paso algunas manchas sueltas que al parecer no apuestan por construir una forma definitiva. Sonrío; me complace no encontrarle ningún sentido. Sólo atisbo el caos de las líneas que mueren tan pronto son dibujadas por el lápiz. De pronto mi mano se detiene; la veo indecisa, como si quisiera tomar el control del espacio en blanco que le está destinado. Casi de inmediato prosigue su tarea con mayor ímpetu. Comienzo a percibir entonces un pequeñísimo indicio de regularidad en los trazos. Sólo por unos segundos mi cara muestra una expresión de horror. A partir de ese momento dejo de interesarme en el ejercicio de mi mano. Desde el principio intuí que así terminaría esta labor, aunque Dios sabe que traté por todos los medios de olvidarlo. El resultado final parece una cruel broma: una mano da los últimos retoques a una segunda mano, que a su vez se encarga de lo mismo, en inversa aunque idéntica posición, con respecto a aquella que la dibuja. Otra mano la mía, de carne y hueso ahora descansa sobre el escritorio. Su postura, sin embargo, con el lápiz aún entre los dedos, es la exacta réplica de las manos en el papel. Presiento lo que le ocurre: espera ansiosa que yo dé la orden para estampar mi firma M.C.E., las tres iniciales en el margen inferior.