Es sábado por la tarde, me he metido un arponazo de insulina y me dispongo a tragarme algunas pastas de nombres impronunciables. Las drogas aquí sobran, el tiempo no tiene límites, las emociones fuertes son la especialidad de la casa. Los anfitriones se esmeran en lograr que los participantes vivan con intensidad cada momento. No importa edad ni sexo, si eres rockero, intelectual, soldador de plantas petroleras, luchador o fan de Juan Gabriel.
La invitación al erotismo es la primera motivación visual que se ofrece. Es requisito despojarse de toda la ropa y sólo vestir unas batas cortas que por lo parte trasera dejan entrever desde las nalgas hasta el cuello. Además, todos tienen derecho a una cama en la que podrán realizar cualquier fantasía lúdica, si les quedan ganas.
Los participantes en esta intensa fiesta del dolor son permanentemente atendidos por un ramillete de chicas uniformadas de blanco. Las hay para todos los gustos, la mayoría son gorditas, pero también hay flacas, y de vez en cuando ensoñadoras.
Ellas suelen ser muy pacientes y nos llevan de la mano solidariamente hasta llegar a la experiencia total, de la que no hay retorno. Nunca descansan, incluso cuando las fuerzas se han agotado y todos los sentidos añoran un momento de paz, ellas aparecen encendiendo fulminantes luces y llenando de piquetes y suministrando más y más drogas.
Hasta los más pesados jonkies, darks o punks no podrían resistir sin conmoverse por los performances espontáneos que se viven día y noche; es la síntesis del dolor humano, de la más triste condición de la existencia. La sangre se desparrama sin limitaciones; los cuerpos mutilados se exhiben desnudos en los baños compartidos, el pudor no tiene cabida. Aquí no hay lugar para las sonrisas frívolas; todo lo que se siente es verdadero. Por eso, el impacto de cada grito, de cada suspiro, de cada lágrima, de cada estertor, provoca una sensación imborrable.
Pero no todo es caos, cada participante en la fiesta es guiado por una especie de sacerdote iluminado que ``nunca'' se equivoca y dictamina en nombre de la ciencia qué juegos debe realizar cada quién: desde los más sofisticados escudriñamientos de lo más íntimo del alma, hasta una vulgar rajada en la panza.
Inevitable es para ellos, los dueños de nuestros destinos, ocultar el brillo que se advierte cada vez que su cuchillo profanará una piel nueva; la experiencia de la sangre es única e irrepetible. Después, las consecuencias: que se quedó una gasa adentro, que se perforó el bazo, que la fiesta ha terminado para siempre; ése es el secreto que la hace una fiesta tan concurrida, el riesgo total e inevitable, la sensación permanente de que es un juego real, un juego que te hace sudar por las noches, que te saca todo que no sabías de ti, que se impregna de olores nauseabundos y rictus amarillentos que de pronto parecen espejos y que tu carne desgarrada es sólo un número más y una cama que mañana puede estar vacía.
Por todo esto, queridos amigos, siento no haber podido llegar a un reventón más en casa de Ulises. Yo ya tengo mi propia fiesta inolvidable.