Desde el punto de vista biológico se ha dividido arbitrariamente la vida sexual en tres grandes etapas: la niñez, la madurez sexual y el climaterio. El criterio que guia esta separación es, por alguna razón, la función reproductiva. Así, lo que separa a la infancia y la vejez es la capacidad de procreación a la que se le asigna la mayor importancia (como si no tuviera igual jerarquía la sexualidad en las etapas prepuberales y postmenopáusicas). Por ejemplo, los grandes listados de caracteres sexuales secundarios que son, desde Hunter, uno de los elementos más importantes para reconocer y definir el sexo, han sido creados para una sola de estas fases, la de madurez sexual, y son menos atendidos los atributos morfológicos y funcionales de las otras dos.
El desarrollo sexual es, desde luego, mucho más complejo de lo que este modelo simplificado puede traducir. Cada etapa está acompañada de un veradadero torbellino de transformaciones, unas silentes sólo en apariencia pero, como veremos, de una intensidad asombrosa; otras cíclicas, como las que corresponden a la función endócrina; otras más, como la capacidad reproductiva, que asemejan saltos de tipo cuántico al pasar de un estado a otro sin etapas intermedias; todas fuertemente relacionadas e inseparablemente unidas a todo el conjunto orgánico. Desde hace muchos años, los estudiosos de la sexualidad biológica se han visto obligados a considerar otros aspectos del desarrollo sexual, generando con ello otras clasificaciones. Para el caso de la infancia, es decir, la etapa prepuberal, se reconocen al menos tres periodos: El sexo al nacer, que abarca los primeros días posteriores al nacimiento; la infancia temprana que cubre los primeros 7 a 8 años de vida en la que la función endócrina de niños y niñas es practicamente indistinguible y la infancia tardía, o sea, cuando aparecen de manera franca los cambios que culminan con la pubertad, con lo que finalmente llegamos al punto al que queríamos llegar: las características del primer sexo.
Al nacimiento, la anatomía y fisiología sexuales están fuertemente determinadas por dos tipos de influencias, las provenientes del organismo de la madre y las que se originan de un tipo especial de órgano que forma parte del complejo madre-hijo, la placenta. Las primeras, plenamente demostradas por las modificaciones que algunos estados patológicos de la madre (por ejemplo, tumores ováricos o suprarrenales) o la administración de fármacos u hormonas durante el embarazo, tienen sobre los caracteres sexuales del recién nacido. Pero estas influencias no solamente se observa en los estados patológicos, las funciones normales del organismo materno, en particular la función endócrina, tiene un impacto decisivo sobre el sexo del recién nacido. Por su parte, la placenta, es un tejido enigmático y maravilloso, ausente en todo momento, solamente aparece en una condición: cuando hay un óvulo fecundado y este se anida en el útero materno. La placenta, además de las funciones más conocidas de suministro de nutrientes esenciales para el desarrollo del embrión, y medio de intercambio de moléculas entre la madre y el hijo, funciona como glándula endócrina, es decir, produce hormonas sexuales que también van a influenciar las características del sexo en el recién nacido.
El primer sexo está pues determinado en parte por estas influencias. No se quiere minimizar ni desconocer con ello los factores de la diferenciación sexual que ocurren en el desarrollo embrionario, unicamente se quiere resaltar el hecho de que el sexo del recién nacido está marcado por ellas. En las niñas recién nacidas los órganos sexuales presentan un desarrollo acentuado, una especie de anticipación de lo que será su madurez sexual. Las hormonas maternas y las placentarias hacen que el primer sexo pueda ser caracterizado como una verdadera crisis hormonal, como la de la adolescencia o la menopausia --en el sentido de lo crítico.
El ovario presenta un tamaño ligeramente aumentado respecto a las dimensiones que tendrá en la infancia temprana, es posible observar algunos folículos primordiales (donde se encuentran los óvulos) quísticos o aún hemorrágicos como los que se presentan en la mujer adulta. Ocasionalmente entre el segundo y séptimo día después del nacimiento, sobreviene una discreta pérdida sanguinea que puede proceder del útero. La matriz es de gran tamaño y aproximadamente un mes después del nacimiento decrece --pasando de 35mm. en promedio a 25 mm. El epitelio vaginal comienza a proliferar activamente en el último mes de vida intrauterina y alcanza su nivel máximo en los primeros días después del nacimiento. Los componentes de estas células y en particular un azúcar, el glicógeno, favorecen la acción de microrganismos que normalmente colonizan la vagina de la mujer adulta, los bacilos de D”derlein. La degradación del glicógeno en ácido láctico por acción de estos bacilos provoca que la vagina se vuelva ácida (con un pH de hasta 4.8), la más propicia para la fecundación, a diferencia de la alcalinidad propia de las otras etapas infantiles (en las que los valores del pH es cercana a 7). A nivel de los genitales externos, se observan condiciones particulares en la vulva de la recién nacida. Los labios mayores aparecen turgentes y separados de la línea media. Los labios menores son también más grandes y gruesos que en las otras etapas infantiles. Aparece también un signo de intersexualidad: el clítoris es mayor proporcionalmente a otras estructuras vulvares, cosa que no se repetirá en la vida sexual de las mujeres hasta bien entrada la menopausia; también puede apreciarse un flujo blanquesino típico de la acción estrogénica. Por otra parte, hay un aumento del tamaño de la glándula mamaria acompañada en ocasiones de secreción láctea en la recién nacida a la que se llama de manera espantosa ``leche de brujas''. Todos estos fenómenos son considerados normales, son reversibles y definitorios del sexo en la recién nacida.