DF: EL CAOS DEL TRANSPORTE PUBLICO

El hecho de que las autoridades capitalinas se quejan de la lentitud de los microbuseros para constituirse en empresas, por un lado, mientras que a los ex trabajadores de la Ruta 100, que ya formaron las suyas, les retardan innecesariamente la entrega de la concesión correspondiente, ilustra a las claras las incoherencias y las ineptitudes de una política oficial de transporte que, bajo su propia lógica, ha llegado a un callejón sin salida. Consecuentemente, el transporte público que, por sentido común, debiera ser una solución y un servicio para los habitantes de la urbe es uno de los problemas más graves e irritantes que enfrenta la ciudad.

En efecto, tal y como se encuentra hoy en día, la aglomeración que no sistema de transportes públicos de superficie representa una fuente de agobiantes amenazas para los capitalinos: desordenadora del tránsito vehicular; creadora de embotellamientos; contaminadora, origen de accidentes y sitio de asaltos a mano armada; terreno propicio para el abuso y la impunidad; caldo de cultivo de cacicazgos y conformación de grupos de poder ilegítimo; corruptora y corrompida; desordenadora y descontrolada; alentadora del taxi y del automóvil privado (a los cuales se recurre por razones de rapidez, comodidad y seguridad, y hasta por instinto de sobrevivencia), esta aglomeración no es producto como se argumenta desde el Departamento del Distrito Federal de un retraso en los planes gubernamentales, ni de escasez de financiamiento, ni de la incultura empresarial de los concesionarios. Es, por el contrario, el resultado de la falta de planificación, de la ausencia de una política coherente y continuada de transporte público, de los excesos privatizadores y de una tolerancia administrativa que sólo puede explicarse en el contexto de actos de corrupción.

La aplicación estricta de los principios del libre mercado y de la no intervención del Estado en la economía en el asunto del transporte público desembocan en una disyuntiva indeseable: el descontrol como resultado de la proliferación de microempresarios en el ramo, y la falta de financiamiento para las empresas de transporte. En ninguno de los dos escenarios puede descartarse la corrupción, como lo pruebanentre muchos otros ejemplosel tráfico de placas y los fraudes en el Grupo Havre. Y, en la medida en que una nueva municipalización del transporte suena a herejía en los círculos del poder, no puede avizorarse, desde su lógica, una respuesta oportuna, global y carente de perniciosos efectos secundarios para las necesidades de transporte de millones de capitalinos.

Resulta significativo, sin embargo, que los medios de transporte público que mejor funcionan hoy, en la capital del país, sean los operados por el Estado el metro, el tren ligero y los trolebuses y que, sin embargo, no se plantee una expansión significativa de tales medios y un fuerte incremento de su participación en el número total de viajes/persona como el factor central para solucionar la crisis del transporte urbano.Por desgracia, el actual gobierno de la ciudad parece haber sido desbordado por las malas decisiones heredadas, por su propia falta de claridad ante el problema y por su presumible debilidad política ante los grupos de interés que se han creado entre los concesionarios del transporte público de superficie. Es justificado dudar que, en el tiempo que le queda, sea capaz de aportar soluciones.

Por ello, es previsible que se encuentren respuestas satisfactorias para el transporte público en el contexto de las campañas electorales que, para elegir al gobierno de la ciudad, habrán de llevarse a cabo el año entrante. Es de esperar que la sociedad capitalina aproveche la oportunidad y se involucre en el debate, y que la disputa por el voto popular impulse a los candidatos a formular propuestas viables y eficaces para ordenar el transporte urbano.