Teresa del Conde
Autorretratos o no

La exposición Autorretrato años 90 que se exhibe en la Sala Tablada del MAM antecedida por fotos recientes de la mayoría de los participantes, unificadas bajo un mismo estilo fotográfico por Rogelio Cuéllar, ha atraído bastante público y reunido una serie de comentarios escritos en carpetas específicamente destinadas para ello. Recién inaugurada la exposición los comentarios fueron en su mayoría muy negativos, hubo hasta insultos personalizados (lástima, todos anónimos). Paulatinamente las cosas fueron cambiando, los comentarios siguen proliferando, viran hacia lo positivo y aun a lo exaltatorio, van firmados en su mayoría. Hay uno (de Juan Rumoroso) que es en realidad crítica global, bien argumentada. Se puede o no estar de acuerdo con algunos de sus puntos, pero eso es otra cosa. Los veedores que dejan sus impresiones, gustos y disgustos, ofrecen un porcentaje alto de predilección por los autorretratos reconocibles y en eso coinciden con las observaciones que respecto al género emitió el pintor Arturo Rivera en esta misma sección el martes 23 de julio.

La idea de Rivera, que comparto, es la siguiente: el autorretrato es un género propositivo y para que funcione como tal son necesarios dos ingredientes: que lo pintado (modelado, dibujado, grabado) ofrezca parecido con el modelo, pero que a la vez también ``el alma'' (la psique) esté allí presente: ``si solamente existe el parecido físico, será un retrato sin alma. De lo contrario, si solamente pintamos el alma, no se manifiesta el parecido''. Para mí hay una tercera posibilidad: existe un modo simbólico de estar presente. Si el simbolismo es excesivamente hermético, el autorretrato no se da, pero si el receptor descifra el símbolo aunque no conozca al autor, la pieza suele funcionar como autorretrato. En estos casos se percibe el ofrecimiento no sólo de un estadio de momento, sino introspección y dedicación, tal y como ocurre con el aguafuerte dividido en 9 secciones de David Kumetz.

En contraposición con la afluencia de público y con la abundancia de comentarios no destinados a publicación, hay muy escasa crítica impresa. Al redactar esto apenas dos artículos informados han aparecido, el primero de ellos aborda el conjunto, cosa válida, aunque lo que corresponde al refusée de la observación, es decir, al análisis que toma en cuenta características secundarias, a veces mínimas, y no sólo la impresión ``de golpe'', está ausente porque los parámetros del autor son contrarios a la mayoría de lo exhibido. Captó el todo, pero no analizó las partes. El segundo artículo considera obra por obra, corresponde a Raquel Tibol y se titula ``A río revuelto''. Lo curioso de este texto es que involuntariamente la autora deja sentir la curiosidad y hasta la cuota de placer (manifiesta en el humor con el que lo redactó) que su detenida visita le deparó. Eso por un lado, por otro rescata un porcentaje considerable de piezas, más de las necesarias para que el texto redunde en un saldo positivo o al menos pertinente con todo y el enunciado inicial.

Debido a lo exiguo de la crítica informada me ha parecido conveniente escribir sobre la exhibición, cosa que haré esta vez sin emitir comparaciones valorativas, y sólo observaciones sobre algunas de las obras encontrará aquí el lector.

La pieza de Germán Venegas tiene dos caras, está pintada al temple sobre madera, recuerda los murales popeyanos, es celebratoria del quehacer del pintor y el parecido no sólo está en la fisonomía, sino en los poderes que él confiere a la pintura como género intemporal. De manera distinta, algo similar ocurre con la tónica en que Roberto Parodi inquiere al espejo, lo inquiere no sólo sobre su imagen allí reflejada, sino sobre lo que está haciendo con su quehacer en estos momentos. Agustín Castro López ofrece doble lectura: ahonda en la expresión --no carente de conflictos-- de su rostro y a la vez hace resonar su efigie de pintor ante el modelo. Castro López mereció ``Primer Premio Simbólico de Adquisición'' por parte de Juan Rumoroso. Roberto Trejo ``se hace a sí mismo'', la idea tiene sus antecedentes en el mito de Pigmalión y es buena pero ``el hacerse a sí mismo como pintor'' está ausente de su tela. El ``otro yo'' de Phil Kelly está en cambio presente en el autorretrato de tónica expresionista que entrega a través del gesto. Casi del mismo formato y de composición similar son los autorretratos de Gilberto Aceves Navarro y de Alberto Castro Leñero, que se sostienen como pinturas y como testimonios fisonómicos. Hay una cierta ironía autodirigida, en el primero de éstos, ausente en el segundo.

Algunas obras son denunciatorias, sea por el título, sea porque llevan discurso inscrito insertado, sea por la iconografía elegida. Con alguna que otra excepción generalmente se trata de testimoniar algo: lo que aflige, acontece, teme, estatuye, preocupa, obsesiona, etcétera, a el o la autora . En ocasiones esto es muy evidente. El autorretrato múltiple de Mariano Villalobos está compuesto de una serie de cruces (no perceptibles de primera mano) en sentido ascendente, que combatidas por otros elementos siempre turbulentos van arrastrando consigo el rostro del pintor. Villalobos quiso que la cédula técnica ostentara la siguiente leyenda: ``la confusión, lo irracional, lo sorpresivo, lo cruel, lo oscuro, lo brutal de mi vida, lo que se invoca, con seguridad se cumple''. Seguiré comentando proximamente algunas otras obras.