Las graves deficiencias del servicio médico que se brinda a ciudadanos de la tercera edad en el Instituto Nacional de la Senectud y las deplorables condiciones en las que se encuentran quienes viven en el Albergue Moras de esa institución, amén de la injustísima situación económica que padecen los jubilados de las entidades de seguridad social, son expresiones de un problema mucho más inquietante: la falta de preparación del país para responder en forma adecuada al desafío que plantea la creciente población senecta.
En términos de asimilación e integración social de los viejos, México está en una fase de transición entre un modelo de sociedad en la cual las personas de edad avanzada son parte integrante de la familia, y uno, más moderno, en el cual el cuidado de los abuelos se confía a instituciones públicas o privadas. En el primero, los senectos aportan a su entorno familiar su experiencia y su dedicación, y reciben a cambio las atenciones que requiere su condición física y mental. En el segundo, caracterizado por ámbitos familiares reducidos y nucleares padres e hijos, los mayores se quedan solos o son enviados a asilos. En el tránsito de un modelo a otro, la noción de vejez, que denota una mera condición cronológica, es sustituida por la de senectud, que implica además una condición social, familiar y laboral específica.
Además de los cambios en la conformación de las estructuras familiares, inciden en esta transición factores como el crecimiento de la esperanza media de vida, la contracción del mercado laboral el cual virtualmente expulsa y margina a los mayores de 50 o 60 años y, en el caso de nuestro país, la caída del poder adquisitivo familiar y el consiguiente estrechamiento de las posibilidades habitacionales.
Pero, a diferencia de lo que ocurre en los países industrializados, en donde el cambio social y familiar ha ido acompañado de la creación de instituciones capaces de acoger a las personas en edad provecta, así como del establecimiento de reglamentos, normas y conductas que facilitan su inserción social o que les brindan un sitio digno para pasar sus últimos años, en este México que transita a una modernidad incierta muchos de los viejos están siendo lanzados al desamparo. La jubilación cuando se tiene la fortuna de ser acreedor a una resulta exasperantemente insuficiente para cubrir las necesidades básicas de un individuo, las instituciones privadas de asilo sólo están al alcance de las familias de clase media alta o alta, y las públicas o de beneficencia privada suelen ofrecer a los supuestos beneficiarios un trato humano cruel, condiciones insalubres, atención médica inadecuada y alimentación insuficiente.
Esta circunstancia es una afrenta y una vergenza para nuestros más esenciales valores de humanidad y de civismo. Su solución debe empezar por el necesario reforzamiento presupuestal, el saneamiento y la diversificación de las instituciones que debieran asegurar una vejez digna a todos los mexicanos, pero no puede detenerse ahí. La sociedad debe, además, avanzar en el desarrollo de una verdadera cultura de la senectud que dé pie para que los ancianos recuperen el lugar social que merecen.