Los latinistas de la época de los glosadores hablaban del principio negativo, enunciado como reformatio in pejus, que significa más o menos reformar para empeorar, dar marcha atrás. La reforma electoral en materia constitucional, que se presentó como un gran logro del gobierno y los partidos oficializados, después de largas y varias veces interrumpidas sesiones es, en algunos aspectos, una reformatio in pejus, un paso atrás de lo que se había dicho, de lo que se esperaba, de lo que se había acordado entre los representantes partidistas y algunos consejeros ciudadanos, entre otras, en la mesa del Castillo de Chapultepec.
Nadie escarmienta en cabeza ajena; los que desde la oposición hemos visto de cerca las pláticas y arreglos entre dirigentes de partidos y representantes del gobierno, sabemos cómo se las gastan, pero cada vez llegan nuevos negociadores y les vuelven a hacer el mismo truco, aprovechando la novatez de unos y el olvido de otros.Eso de cambiar a última hora los términos de un acuerdo y chantajear con un posible desaire al Presidente, que ya está en camino para la firma solemne y ante cámaras y micrófonos, no es cosa de hoy; Luis Alvarez padeció (y soportó) algo parecido con Salinas.
Lo de prometer arreglar lo arreglado, pero no acordado, en el debate posterior o en la ley secundaria, ya sucedió, ese cuento se llamó una vez Carta Intención y la dirigencia panista comulgó con esa rueda de molino, unos por ingenuidad, otros sabiendo muy bien lo que recibían a cambio.De toda la reforma, tomada en su conjunto, no hay duda que se dan algunos avances si la comparamos con la legislación vigente, pero si la comparamos con lo que se requiere y se esperaba aún deja mucho que desear.
Lo cierto es que hay más ruido que nueces y que el gran ganador es el sistema que, necesitado de apariencias convincentes, elogia demasiado lo conseguido, que no es, o al menos no es tan sólo, un avance democrático, sino más bien una base de credibilidad y un respiro que le libra momentáneamente del desprestigio.
Los dirigentes partidistas deben estar satisfechos, no sólo de los grados nuevos que en el interminable proceso gradualista consiguieron, sino también porque salieron en la foto, orgullosos de ser copartícipes de la ``reforma'', de hoy; quizás en un futuro se le haga su propio paseo, como a la reforma del siglo pasado se le hizo el suyo.
Uno de los avances, gradual por supuesto, pero al fin avance, que más se ha hablado, es el de la afiliación individual a los partidos políticos. La reforma en este punto consistió en agregar a la fracción III del artículo 35 constitucional, que enumera las prerrogativas del ciudadano, la palabra: ``individual''.
Así quedó como una prerrogativa, valga decir, un derecho, de los ciudadanos, el de asociarse individualmente a los partidos. Las otras características de la asociación, que eran libre y pacíficamente, están vigentes desde la reforma salinista de 1989.
Cabe recordar que también entonces se dijo, al establecer que la asociación es libre, que quedaba excluida la incorporación corporativa a los partidos. Esto es, en 1989 se hizo la misma alharaca por la misma razón que en 1996. El gradualismo es demasiado gradual. Quizás para el siglo venidero ya se prohibirá sin rodeos la afiliación forzada y corporativa.
Entonces también los solemnes dirigentes partidistas creían que habían conseguido un gran avance y no escuchaban ni veían a quienes nos oponíamos a la cláusula de gobernabilidad que el sistema se adjudicó a cambio de la reformita al 35 constitucional.
La historia vuelve a repetirse, algunos actores son nuevos, otros sentirán que ya estuvieron en el mismo escenario; lo que queda a fin de cuentas es mucho menos de lo que la sociedad esperaba, de lo que la democracia exige, pero es lo que interesó a los partidos, especialmente el aseguramiento del subsidio oficial.