Hay muchas razones para celebrar el principio de la reforma electoral puesta en curso. Y la más importante de todas consiste, sin lugar a dudas, en la responsabilidad que finalmente asumieron los dirigentes del gobierno y de los partidos políticos para establecer algunos acuerdos básicos en favor de la democracia. Lo demás puede ser ajustable, es cierto, pero a estas alturas resultaría verdaderamente mortal que alguien decidiera dar marcha atrás. Esperemos que ni siquiera se les ocurra.
Es un hecho muy digno de consideración, en ese sentido, que los anuncios logrados no despertaran mayor entusiasmo en ningún lado. Si alguien se había imaginado que el pueblo saldría a las calles a celebrar el 25 de julio como el día en que nació el régimen democrático, tendrá que esperar todavía varios años antes de que esa fecha pase la prueba del tiempo. De momento, lo que sigue prevaleciendo es el escepticismo: esa actitud totalmente opuesta al compromiso o la solidaridad, que se adopta casi siempre en defensa propia ante la incertidumbre y la desconfianza hacia los demas. Y es que la burra no era arisca; desde que el subcomandante Marcos le puso el último cascabel al gato en enero de 1994, han transcurrido más de dos años y medio de oportunidades espléndidas para concretar una reforma plausible, perdidas sin embargo ante la desesperante ceguera de un puñado de políticos de poca monta. En otra época se hubiera dicho: ante la ausencia de verdaderos estadistas. De modo que el escepticismo en boga, a pesar de toda su carga de egoísmo y comodidad fácil, no carece de razón.
Por otra parte, la neurosis de los medios de comunicación ha contribuido con creces a debilitar las posibilidades del entusiasmo. No sólo porque nos están acostumbrando a la cotidianidad de las ocho columnas de escándalo, sino también por su muy evidente deseo de ofrecerle los mejores espacios a los políticos que buscan sobresalir a punta de gritos. Se trata de la unión perfecta entre el roto y el descosido: si la política mexicana se ha construido mucho más sobre la base de las palabras que de los hechos Serge Gruzinski y Carmen Bernand nos han recordado, en la Historia del Nuevo Mundo, que Huey Tlatoani significa el Gran Orador, los medios de comunicación han servido como su plataforma ideal. Revise usted la prensa de cualquier día, y verá que la aplastante mayoría de las aparentes noticias consisten en realidad en un montón de declaraciones recogidas de cualquier modo por reporteros que están obligados a perseguir ``fuentes'' y meter ``notas'' para cobrar sus salarios. Es la tierra fértil de la que suele cosechar Monsiváis. El problema es que la mayor parte de esas declaraciones son profundamente egocéntricas: son los puntos de vista de algunos políticos acerca de sus diferencias con otros políticos. ``Palabras, un soplo de viento: apenas nada''.
Por último, queda todavía el costo de los excesos retóricos que subyacen a los acuerdos tomados. Si bien los anuncios del 25 de julio fueron realmente históricos, también es verdad que para conseguirlos hubo que sacrificar muchas cosas: no sólo las ansiedades partidarias y personales de los protagonistas de los acuerdos que por ese motivo merecen un aplauso sincero, sino también la negociación de las reformas legales que todavía deben suceder al paquete constitucional, y por supuesto las promesas de intercambio táctico relacionadas con la idea de reformar, de plano, todo el Estado. Todo eso ya está volviendo a brotar, acrecido además por las diferencias respecto la no relección del grupo de consejeros ciudadanos que, por cierto, ha actuado de maravilla y que constituye la mala noticia principal del asunto por la cancelación de las candidaturas independientes que en este momento me parece un acierto, y por el rarísimo arreglo plurinominal del Senado que tiende así a convertirse en una Cámara de Diputados suplementaria.
Con todo, la iniciativa constitucional de reformas, que se firmó el pasado 25 de julio, es lo mejor que le ha ocurrido al país desde hace muchísimo tiempo. No será sencillo vencer el escepticismo, y mucho menos si las tonterías vuelven a imponerse sobre la penosa construcción democrática. Pero si ya no es posible pedir aplausos, al menos habrá que exigir el beneficio de la duda para quienes hicieron posible el arreglo incluida la reticente dirigencia del PAN, que al final dio su brazo a torcer, a ver si mientras podemos acumular razones bastantes para un buen festejo de finales de siglo.