Vivimos el tiempo de los derechos humanos, dice el pensador turinés Norberto Bobbio. Quizá, desde ciertos ángulos, esa afirmación no sea demasiado generalizante y aventurada. En nuestro país, concretamente, vivimos sólo el tiempo de la defensa constante de esos derechos, lo que significa también que seguimos en el tiempo de su violación constante. Para los mexicanos es desgarradoramente sencillo percibir, padecer o en todo caso comprobar esa violación. Pero evidentemente las cosas no son mucho más difíciles para quienes nos observan desde el exterior.
Hace una semana, concluyó la visita que por espacio de diez días y por primera vez en sus casi cuatro décadas de existencia, hiciera a México la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a invitación del presidente Zedillo(La Jornada, 25.7.96) Esa estadía, más bien breve, bastó para que sus miembros y asistentes, de seguro con un buen pertrecho informativo anterior y luego de una actividad intensa y estratégicamente decidida, se formaran una idea muy cercana a la realidad al menos de los casos más obvios de violaciones (no se aludió al índice de desarrollo humano, por ejemplo, que tiene mucho que ver con el tema pero que es de elaboración compleja porque en él concurren las variables más importantes).
Es comprensible, desde luego, que la CIDH se haya abstenido de formular pronunciamientos sobre el fondo de los casos que conoció, tal como lo hace notar en el comunicado emitido el último día de la visita; y lo es, asimismo, que recurra a un lenguaje neutro y aséptico. Pero en ese documento adelantó consideraciones sobre varios puntos que en el interior del país se tratan una y otra vez, en todos los medios y en todos los foros, con fortuna relativa o de plano sin eco alguno.
Todos sabemos que la Suprema Corte de Justicia de la Nación intervino en el caso de la masacre del vado de Aguas Blancas, y que su dictamen no admitía ningún fácil tratamiento absolutorio, sobre todo respecto del gobernador Figueroa. Lo que no sabemos es para qué sirve la intervención de nuestro máximo tribunal, si a fin de cuentas los criterios de acción política difieren sustancialmente de los fijados en sus investigaciones y conclusiones.
Todos sabemos que son frecuentes las aprehensiones arbitrarias y las torturas, a contrapelo de las disposiciones constitucionales y legales. Y abrigamos, naturalmente, sentimientos de gran desconfianza hacia las policías, por su arbitrariedad, ineficacia y corrupción. Y qué hacer? La queja es del mexicano raso, el remedio está en otras manos. Ni siquiera se cumplen las recomendaciones sobre tortura de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), y hay varias entidades federativas en las que ni siquiera se ha legislado para negar todo valor probatorio a las confesiones extraídas bajo tortura.
Y qué decir de la impunidad, que según la CIDH es todavía un problema grave? Estoy entre quienes piensan que la impunidad nos está asfixiando. Donde campea la impunidad, campea el delito, y los derechos humanos retroceden. No se han esclarecido los asesinatos de figuras públicas relevantes, y a los crímenes políticos contra modestos militantes de la oposición ni siquiera se les concede importancia. La banca opera en un marco de alarmante impunidad, con integrantes indiciados, presos o prófugos de la justicia. Entre muchos funcionarios públicos sigue imperando la deshonestidad, y las contralorías más parecen capillas adjuntas para ofrecer bendiciones y absoluciones.
Voces y más voces han demandado insistentemente que nuestras Fuerzas Armadas no ejerzan otras funciones que las constitucionalmente previstas, y que se retiren de los lugares donde actúan como cuerpos policiales. Es indignante y vergonzoso que sea un órgano internacional el que nos llame la atención sobre ``las consecuencias de la utilización de las Fuerzas Armadas en funciones que atañen a la seguridad ciudadana, pues la misma puede acarrear serias violaciones a los derechos humanos, en virtud de la naturaleza militar y entrenamiento de dichas Fuerzas''. Pero la disciplina castrense está siendo políticamente asumida como lo mejor para garantizar el orden y la seguridad pública, cosa que podría acabar por acarrear consencuencias políticas más serias aún.
Pero ni en la realidad nacional ni en el comunicado de la CIDH es todo condenable y desesperanzador. Los visitantes reconocieron y valoraron, por ejemplo, la existencia de una sociedad civil viva y diversa, el trabajo difícil, incomprendido a veces, de la CNDH y sus equivalentes no gubernamentales, el proceso de renovación del marco jurídico para lograr mejores elecciones y mayor vigencia del derecho a la participación política, la labor humanitaria del Grupo Beta que protege los derechos de la población migrante en la frontera norte, y el esfuerzo ``demostrado por el Procurador General de Justicia del DF, quien está desarrollando un interesante programa de educación y depuración policial'', esfuerzo que valdría la pena conocer más en detalle porque, bajo el agobio de la inseguridad pública, solemos ser tan pródigos en la crítica como parcos en el apoyo razonable y razonado.