Persiste entre nosotros cierto ``barroquismo'', una especie de imposibilidad de lidiar con los espacios sin recargarlos de figuras innecesarias, horror al vacío, Novo dixit, que se extiende con vigor a las política. Véase el largo, larguísimo recorrido realizado por los partidos para llegar a unos acuerdos que pudieron estar a punto hace ya varios meses. Y el exceso inevitable: unos minutos antes de que los documentos se firmaran en solemne sesión, a espaldas de sus autores, '``alguien'' en alguna oscura oficina modifica, con la intención de que no se noten, unas cuantas líneas en el texto final de la reforma definitiva. La trampa, empero, se descubre al cuarto para las doce, cuando los testigos de honor ya esperan en Palacio: los coautores del texto aprobado se hacen de palabras y amenazan con no firmar. Así no se puede, dice irritado Muñoz Ledo. Yo no sabía, apunta sorprendido Calderón. Estamos ante un procedimiento típico pero inadmisible de los viejos tiempos que dicen idos. Peor: es una muestra intolerable de prepotencia. Para zanjar la situación, el mismísimo secretario de Gobernación ofrece corregir el yerro a la hora del dictamen. Y empeña su palabra. A lo mismo se compromete el senador Ortiz Arana para salvar la reforma por consenso. Pero el barroquismo no tiene límites.
Llegada la hora, sin embargo, no pasa nada: los señores diputados, luego de una fiera discusión, aprueban el dictamen de la iniciativa de reforma electoral sin modificar los puntos en litigio que arribaron de contrabando al debate del Congreso. Lo más increíble del caso es que, al fin de la sesión, el asunto ya se había olvidado. La fracción del PRD, hasta entonces impugnadora, se declaró ``satisfecha en lo esencial'' luego de que, según la crónica de Oscar Camacho, tuvo que ``apechugar'' para poner a salvo otros elementos considerados como ``torales'' de la reforma.
El episodio, hay que decirlo, no anula los alcances positivos de la reforma, pero sí empaña la trasparencia democrática de los métodos empleados para construir el nuevo escenario. El motivo de esta burda maniobra de última hora revela hasta qué punto la política sigue estando dominada por una miopía incurable. La doble prohibición a la reelección de los consejeros ciudadanos y los ex regentes es una clásica formulación ad hominem concebida defensivamente no para abrir las puertas al libre juego político sino para administrar la decadencia de la otrora todopoderosa mayoría priísta.
No habrá llegado la hora de revisar, junto con las normas electorales también los mitos rectores de nuestra galaxia política? No será tiempo, también, de poner sobre sus pies el mito de la no reelección como fundamento de toda la estructura política nacional, de ajustarlo a las necesidades de un régimen que cada vez tiene menos en común con el originario, salvo la voluntad de permanecer? Será verdad que el justo principio de no reelección tiene un valor suprahistórico y es, por tanto, intocable?Creo que ya va siendo el momento de analizar con cuidado qué tanto le sirve y cuánto le cuesta mantener vigente el mito a una sociedad que quiere vivir en democracia. No será esta la única forma de evitar la utilización ad hominem del mito, o, al menos, las coartadas y algunos golpes bajos que en su nombre se propinan?