Hace rato que se ha instalado en los aires del mundo lo ominoso de un término: neoliberalismo. Está en la punta de la lengua, pese a que la gran mayoría desconoce la teoría económica que le subyace y diera cuerpo. Sin embargo (por obvias razones), flota en los aires de los tiempos, como flotan las partículas contaminantes, multiplicándose geométricamente en esta era de modernidad, que se desea globalizadora. Las motivos son complejos, los resultados evidentes. El mundo sufre los efectos sin tener un pleno conocimiento de las causas. Causas que, acaso en sus orígenes abstractos, no fueran intrínsecamente malas.
Ya que mi trabajo pretende asomarse a lo que corresponde a la cultura, voy aquí a referirme al pensamiento occidental, porque es en el que estoy inserta. Aunque el asunto compete a todos las regiones del mundo. Pienso en aquel sueño tan explotado en la literatura o en el cine de mi infancia: cuando el mundo iba a ser uno frente a los retos amplios del Universo. Ahí se soñaba con una Tierra unida sin hambre, sin grandes enfermedades, en paz, que daría como resultado un bienestar que iba a derramarse por todos los rincones. Es claro que semejante pensamiento contó siempre con detractores de sabia mirada telescópica que les permitía vislumbrar los peligros, la improcedencia de semejante utopía.
Ahora, con una rapidez horrenda, las manifestaciones concretas del pensamiento han llegado a unos niveles hasta hace poco casi inimaginables. Pero sus adelantos, en lugar de aproximarnos a un avance generoso, han deificado los, desde luego, impresionantes logros científicos y tecnológicos en aras del deseo de un Gran Hermano sin rostro que dirige la conducta de los pueblos, el hambre de los pueblos, el embrutecimiento de los pueblos. Y esta mirada superficial, como nata de la leche químicamente procesada, es decir, casi inexistente, ha sido víctima de sus propios límites angostos.
La nata contaminante de ciertas maneras de pensar se ha adueñado del alma del ser humano, para instalarla en una homogenización banal y tonta, sí, pero también muy perversa. Es decir, que los parámetros en los que nos movemos tienden a bloquear las posibilidades amplias de la reflexión, los vuelos del pensamiento. Las necesidades del hombre y del resto de las especies que comparten nuestro mundo parecen no merecer el menor respeto, incluyendo nuestra propia especie vista así.
Todo se ha vuelto desechable con astronómica rapidez, y de este modo se va por la vida, que parece no tener espacio para algo más que el brillo efímero de un instante, que pueda ser reconocido en amplitud. La cultura, en cualesquiera de sus acepciones, se ha convertido en algo que se cumple si se cumplen las leyes de ese Gran Hermano sin facciones. Y dichas leyes obedecen única y exclusivamente a la demanda del mercado condicionado de antemano en una dirección.
¿Cómo entender que mientras, por una parte, se buscan los mecanismos finos de la mente, se busca, por la otra, reducir las posibilidades de lanzarla al vuelo? Se busca el control tan ceñido en la exaltación de la mediocridad uniforme. ¿Qué sucede con la individualidad tan cacareada por los exégetas de las teorías modernas? Y no es que yo esté en contra de los avances que llevan a una vida más cómoda. Pero, ¿cómoda para quiénes, a costa de quiénes? ¿Qué sucede con los caminos del pensamiento en libertad de aquellos afortunados que cuentan con tales alternativas? Que, de cualquier manera, son muy pocos, poquísimos. La mayoría del mundo está demasiado esclavizada en la lucha por la supervivencia, de la que tantos, ni siquiera ahí, salen pobremente librados.
Creo que el asunto es muy grave, porque aun esa escasa minoría privilegiada cae en la ceguera, ya no digo la que le impide conmoverse con sus congéneres, sino la que la hace añorar sólo el placer burdo de lo fútil. Y desde luego que la cultura no es sólo escuchar a Bach, por ejemplo, o leer a Víctor Hugo o admirar a Miguel Angel. La cultura son esas lindes que se ensanchan y se afincan a través del pensamiento, de las acciones que han conducido a la humanidad a humanizarse. Sin embargo, pareciera que ahora se buscara lo contrario. Y no hablo del brillo de un individuo, sino del trabajo de todos que debía agitarse en las reverberaciones del discurrir amplio y reducido del tiempo. ¿Cómo aceptar impasible que la felicidad se basa en la carrera sin fin de unos cuantos tras dudosos beneficios materiales, pero, lo que es más grave, espirituales?
Si los poetas (y hablo de quienes han pulsado la lira que exalta esas otras regiones del corazón humano) pueden seguir conmoviendo, ¿por qué dirigir el plectro para que lo que brote sea tan deleznable? ¿Por qué la pretensión de unificar, no los sentimientos, que en profundidad son inalterables, sino sólo buscar el letargo de aquella otra condición que ha forjado a los seres en la Historia? ¿Por qué el fácil conformismo que niega otras alternativas más amplias de lo que antes no era objeto de escarnio? Y hablo, ya no de la Cultura que habita los museos, hablo de la cultura cotidiana que se inscribe en todos los órdenes de la vida de la mirada reductora del Gran Hermano sin ojos.
La cultura, lo sabemos, pasa por todos los actos de la vida; pero ahora, globalizada, no quiere otra cosa más que el dominio, en una única dirección, de las voluntades. Y aquí mi queja es con quienes, de manera consciente producen, lo que se ha dado en llamar objetos artísticos. ¿Qué los hace seguir esos lineamientos? Claro, yo misma puedo responderme: la fama y el dinero fáciles. Pero, ¿les basta?, ¿pueden cegarse tan mansamente? ¿Pueden claudicar sin un asomo de incomodidad ante sus dotes empleadas en la ávida cultura del desecho? ¿Pueden prostituirse tanto?
No pretendo apelar a razones de moralina occidental, no pretendo hablar del malestar de la conciencia, porque cobijadas bajo ese manto se suelen cometer, y se han cometido, atrocidades que también tienen que ver con la cultura. No obstante sólo me pregunto: ¿dónde o cuándo se perdió el deseo de llevar los actos creativos hasta sus últimas consecuencias?
¿Cómo detener el despliegue natural de la búsqueda del ser humano? ¿Sólo en las artes, en la ciencia? ¿Dónde quedan los demás elementos que constituyen a hombres y mujeres? ¿Dónde situar los anhelos de su condición gregaria? ¿Por qué debe ser el Gran Hermano quien pondere y descarte lo que no esté de acuerdo con su trazo globalmente reductor? Y entonces borrar de un plumazo las aportaciones que surgen y han surgido en las grandes márgenes. Las aportaciones que antes enriquecieron el conocimiento y que ahora deben ser extinguidas sin piedad, con la venia de unos pocos, con la indiferencia de muchos. ¿Dónde se ocultó el respeto?
Y aquella preocupación de siempre: la política que rige la vida social (que habrá que admitir nunca ha dejado de ser opresora) ahora se manipula a través de la estulticia homegeneizada, aun para los que tienen los medios para informarse. La carencia de vista del Gran Hermano se ha convertido en ideal de los que pudiendo ver, optan por no hacerlo. Se busca extender dicho ideal de ceguera (con otros fines, claro) a través de la ignorancia de tantísimos seres que se mueren de hambre y que con una vaga y amañada promesa se pretende contener. Y, entonces simplemente, por medio de artilugios retóricos se justifica el implante de la fuerza represora. Mantener a raya a la gran mayoría para que sus reclamos no alteren. Para que su alteridad no incomode.
Porque, ¿de dónde o cómo pueden descartarse otras maneras de vida con la rápida facilidad con las que brotan y se mueren las modas? ¿Con qué arrogancia pueden dictarse preceptos que descalifiquen lo que no siga los lineamientos de la cultura normativa? O, si acaso, reducirlo todo a los niveles de lo ``exótico'', de lo otro, que ciertamente no es lo Otro. Y para otorgarle carta de identidad ha surgido algo así como un simulacro: el arte y literatura de la ``diversidad cultural'', vistos como una moda más que toma en cuenta, a su manera trivial y ``políticamente correcta'', a las minorías oprimidas por el poder central. Ya no tienen derecho a quejarse; magnánimemente se les ha brindado un espacio que las banaliza.
La cultura imperante le ha echado cal para segar y cegar la curiosidad, el asombro. No conviene a sus intereses que convivan con ella pensamientos instalados en otras coordenadas. Es peligroso. Y si aquellos, que tienen la fortuna del acceso a la información, han sido capturados para convertirse en súbditos obedientes del Gran Hermano sin rostro; si han permitido emplear su pericia en apoyo a la ceguera, ¿cómo defenderse y salir airosos en la lucha por el respeto a la condición humana, a los valores humanos? Tal vez hablar de cultura es hablar de la batalla por la dignidad que ahora parece ser irrelevante.
* Escrito para el Encuentro Intercontinental por la Humanidad y Contra el Neoliberalismo, en Chiapas.