Margo Glantz
Sobre la raza de las mujeres

Eva nació, lo sabemos bien, del costado derecho de Adán. Y a Adán lo creó Jehova a su imagen y semejanza de la tierra. Pero ese es el mito hebreo. En cambio, en el mito griego, el hombre, o mejor dicho, el hombre ateniense, fue el producto de un fracaso amoroso, el de Hefesto, el artesano cojo quien persiguió sin éxito a la diosa Virgen Aténea. Defendiose Atenea y en el forcejeo, parte del semen del dios se le esparció por la pierna. Asqueada, Atenea se secó esa inmundicia con lana, que arrojó a la tierra, la que fecundada, dio luz a un niño; la diosa lo recogió y lo llamó Erictonio, de eris, lana, y ctonio, tierra. Como Adán, el primer hombre griego (anthropos) no nació de la mujer, aunque la mujer tampoco nació del hombre. Su destino fue distinto, si aceptamos el mito contado por Hesíodo en Los trabajos y los días: Pandora, la primer mujer griega no es, como Eva, la madre de la humanidad, sino que es la madre de la raza de las mujeres, y el producto de una operación artesanal, una simple máquina, modelada por Hefesto, siguiendo las órdenes de Zeus, bello artefacto construido para castigar a la humanidad: cada dios le confirió una cualidad y así recibió la belleza, la gracia, la habilidad manual, la persuación, la seducción, etcétera, pero Hermes puso en su corazón la mentira y la falacia. Hefesto la había modelado a imagen de las diosas inmortales y Zeus la destinaba para castigo de la raza humana, y sobre todo para castigar a Prometeo quien les había entregado a los hombres el fuego. Zeus es entonces el responsable de la existencia de esa plaga engañosa, esa moneda falsa, esa raza maldita, la de las mujeres. ¿No hacía decir Eurípides a su personaje Hipólito, refiriéndose a Fedra, y haciéndolo extensivo a todo el género femenino: ``¡Oh, Zeus!, por qué les has inflingido a los humanos esa plaga fraudulenta, las mujeres, y las has colocado bajo la luz del sol?''.

Si uno lee a Nicole Loreaux, historiadora de la Grecia clásica y directora de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en París, advierte que esos mitos de origen, patrimonio de la cultura occidental, han sido leídos tradicionalmente de manera falaz, prejuiciada. Con acuciosidad y paciencia, apegándose al texto y al contexto, a la letra y al sentido estricto de las palabras, Loreaux descubre una doble historia, la de las mujeres griegas, cuidadosamente encubiertas por negligencia o por prejuicios ideológicos: Nicole Loreaux nos invita a comprender, leemos en la solapa de uno de sus primeros libros, Les enfants d'Athéna, París, Maspero, 1981 (Los hijos d'Athèna), ``cómo el discurso mítico modela el imaginario político de los atenienses, funda la ciudadanía y legitima finalmente el poder de los hombres y la exclusión de las mujeres'', operación que de manera sigilosa y centenaria han repetido, quizá sin malicia, quienes se han dedicado a estudiar a los griegos.

Reflexionar con Loreaux sobre una cultura desaparecida y, sin embargo, vigente, pone en crisis muchas de las teorías que sobre la mujer se han construido, incluso algunos de los estereotipos de los diversos feminismos. Habría que subrayar algunas de las cuestiones que replantea en su último libro, Nè de la terre: mythe et politique à Athènes, París, Seuil, 1996 (Nacido de la tierra, mito y política en Atenas), donde revisa varias de sus propias teorías y las enfrenta a algunas lecturas tradicionales sobre el Menexeno de Platón, engendradas a su vez en una lectura de un texto de Bachofen, repudiado, y sin embargo, convertido en verdad definitiva. Se refieren a una frase descontextualizada de ese diálogo de Platón: ``No es la tierra la que ha imitado a la mujer, es la mujer la que ha imitado a la tierra''.

La primera hipótesis que ella plantea, se refiere a las ganancias que pueden obtenerse de materializar a la mujer, es decir, mantenerle en el papel pasivo (por otra parte tradicional y reiterado en otras culturas) que la predispone a no presentar ningún tipo de combate y dejar que tanto la acción como el pensamiento sean patrimonio exclusivo del varón. La segunda va unida a la operación que consiste en pensar en el origen excluyendo a las mujeres y, luego, a la tragedia que produce su aparición. Cuando en el mito se construye a la mujer, los hombres se ven obligados a separarse de los dioses, y al enfrentarse a ese suplemento artificial, a ese ``bello mal'', descubren con dolor que en realidad son seres sexuados, convertidos en andres (los varones, los machos), y han dejado de ser lo que antes eran, ``los humanos'' (anthropoi). Como corolario de esta última hipótesis y, contradiciendo a la primera, estaría la tercera que podríamos formular así: ¿Las mujeres son seres naturales? ¿Quién podrá decidir entonces si la inquietud de los varones (andres) frente a las mujeres se funda en lo natural de su ``naturaleza'' o en su carácter perfectamente artificial? ¿Pues, si retomamos el mito, ese suplemento agregado a lo humano, lo femenino, no es apenas un artificio?