Olga Harmony
El viaje, superficial

Me intriga el hecho de que, para hacer una reivindicación tardía del teatro de Jorge Ibargüengoitia, se insista en echar por tierra todo lo que sus contemporáneos hicieron. Viene siendo una constante, pero queda fuera de mi comprensión que gente tan inteligente y sabedora como es Vicente Leñero barra con la misma escoba, en el programa de mano de esta escenificación, sucedidos tan disímbolos pero tan complementarios como pueden ser Poesía en voz alta y la obra de Mendoza, Carballido, Magaña y Luisa Josefina Hernández. Más extraño todavía que se afirme que El viaje superficial nunca fue estrenada profesionalmente en vida del malogrado dramaturgo, cuando ORTEVU --que, haciendo a un lado los juicios de valor, es la más antigua compañía profesional del país-- la puso en escena bajo la dirección del propio Raúl Zermeño, director de ambos montajes y entonces (1978) titular de la misma. Ya Francisco Beverido respondió cumplidamente y en el reparto que entonces tuvo se advierten los nombres de muchos profesionales que continúan su quehacer en otros ámbitos, excepto el prematuramente fallecido Ernesto Bautista, a cuya prodigiosa imaginación se debió en gran parte el éxito del montaje de Máscaras contra cabelleras.

No es mi pleito y por supuesto que no libro peleas ajenas, pero expreso mi desconcierto de que Zermeño mismo desdeñe su escenificación anterior, sin hacerlo explícito como podría ser una seria autocrítica, a menos de que haya sido peor que el que ahora nos ocupa. Y, también, expreso una molestia compartida por muchos, de que se insista en alabar a uno denigrando a los otros: todos los caminos llevan al teatro y éste no admite más puerta estrecha que la de la calidad de cada producto, sea cual fuere la postura estética de su creador.

Pero vayamos a lo nuestro. Mucho se habla ahora de ese estilo casi chejoviano de Ibargüengoitia, su falta de momentos abiertamente climáticos y la minuciosa descripción de sus opacos personajes, lo que podría ser una mirada renovada sobre su obra y que ya captó sabiamente Margules, por ejemplo. Está la constante ironía acerca de la privincia, la familia y sus componentes. Pero sobre todo su desenmascaramiento de la hipocresía de las buenas maneras, el matrimonio, y el adulterio, o el juego sexual, como transgresión que se opone a la mojigata apariencia. Este es el tema, con muchas variaciones, de El viaje superficial: lo que hay detrás de los matrimonios bien avenidos entre seres que se quieren distinguidos entre la ``alta sociedad'' de un pueblo guanajuatense en la época porfiriana. Esto da el tono de la comedia y su gracia estriba precisamente en el contraste entre esa falsa distinción y las acciones de los personajes.

Raúl Zermeño para nada respeta este tono e imposta su escenificación en tantos y contrastantes estilos que poco o nada se entiende su propuesta. Al principio --en los espacios diseñados por Alejandro Luna-- convierte un interior en exterior, con la casa art nouveau que pide el autor al fondo --quizás sin más motivo que sacar a escena un hermoso automóvil de época-- con lo que se pierde mucho de la gracia de constantes entradas y salidas de los personajes. Después, esta casa se acerca, con lo que las proporciones entre fachada señorial y actores casi hace pensar en casita de juegos, y entonces el culto espectador se hace a la idea de que esto es casi brechtiano, quieren que entendamos que estamos en el teatro. Luego, el excelente interior, en el que el trazo escénico mejora en todo: se convierte en convencional lo que así fue concebido para mostrar la ruptura con las convenciones.

Zermeño también rompe con la idea del texto --y la idea que cualquiera pueda tener de los modos y maneras de la burguesía en la primera década del siglo-- con los constantes manoseos que Gerardo espeta a la que se supone virginal, aunque insinuante, Marta: ¿qué hombre, por furor otoñal que tuviera, iba a galantear a su amada manoseándola de tal modo? ¿Y qué señorita casi quedada lo iba a consentir? O el momento en que Mme. Brunel y Marcos entrelazan las manos por detrás de M. Brunel, cuando el autor pide que ambos cónyuges paseen del brazo, como un matrimonio bien avenido, al lado del joven y con lo que se arroja una luz particular acerca de las relaciones de esa pareja.

La obsesión por explicitar lo implícito, entre todas las parejas, hace que se pierdan todas las intenciones originales, incluso de la repentina actitud de Rebeca de aceptar a Enrique, a quien antes ha rechazado no sin permitirle libertades --en el montaje, no así en el texto-- que esta señora nunca hubiera admitido. De nada sirve el muy buen reparto, encabezado por Luisa Huertas --la única que sostiene su tono de falsa distinción-- y Salvador Sánchez, con tantos buenos actores, unos conocidos y otros menos; y el excelente vestuario de Lucille Donay si todo se pierde en esta mala lectura que, incluso, imposta a Mme. Brunel como diva de cabaret... ¿porque es francesa?