Nuestros ciento ochenta y cinco años, más o menos, de vida independientes están llenos de ideas y actitudes aperplejantes. Luego de sancionada la Constitución de 1824, el federalismo no fue nunca la coordinación de un conjunto de estados independientes dentro de una entidad nacional; por el contrario, los llamados estados no eran más que áreas administradas y aprovechadas por élites cacicales forjadas en el caldero novohispano, cuyas raíces localistas les aseguraban prestigio, riqueza e influencia para hacerse respetar por las autoridades republicanas. Caso muy típico fue el de Jalisco; se sabe bien que sus hombres de dinero lograron mantener la independencia regional por la vía del pacto federal impuesto a los congresistas de San Pedro y San Pablo. Guadalupe Victoria fue un buen equilibrador de las fuerzas políticas de entonces, aunque las cosas viniéronse abajo a partir de las elecciones de 1828, el histriónico encubrimiento de Santa Anna al encarar a los invasores de Isidro Barradas y al consumarse el asesinato de Vicente Guerrero. Las tormentas que siguieron a tan perturbadores hechos nos arrojaron a un caos de incertidumbres, ascensos y descensos de autoridades, cuartelazos y planes incontables, hasta el momento en que la militarización introducida después de la caída de Gómez Farías y el doctor Mora, frenó las ambiciones de los hombres del dinero al encontrarse con las armas venales del para entonces encumbrado López de Santa Anna, encumbramiento éste que nos llevaría al decenio centralista 1836-1846, en el que la dictadura ejercida por la élite militar no soportó ni siquiera la débil vigilancia del poder conservador previsto en las Siete Leyes. Es decir, ni el federalismo ni el centralismo resultaron capaces de gestar un Estado de derecho; siempre, en todo caso, salvo el cuatrienio de Miguel Fernández Félix y el fugaz paso primero de Valentín Gómez Farías, los llamados gobiernos de la República, de los Estados y aun los municipios de importancia violaron sin mayor recato las normas constitucionales. No cabe duda, el sueño del Estado de derecho que procuramos importar a México del constitucionalismo europeo no dejó de ser sólo un sueño.
Nada resolvieron ni la reposición federalista de 1847 ni los reformadores de diez años adelante. Esa fue burlada y negada en la hecatombe de la guerra yanqui, y el texto liberal de 1857 resultó una pura instancia casi desconocida en la época de Sebastián Lerdo de Tejada y abiertamente agredida por el régimen porfirial. Díaz postuló la no reelección en su Plan de Tuxtepec y se reeligió cuantas veces pudo entre 1884 y 1910; habló de democracia y fundó una tiranía; repudió el poder de Washington y entregó a sus inversionistas atractivos tesoros del territorio, sin perjuicio de entrevistarse naturalmente con W.H. Taft (1909-13), el republicano de Ohio representado en México por el asociado de Victoriano Huerta durante la Decena Trágica. Pero las cosas no pararían ahí. Sancionada la Carta de 1917 bajo el estandarte de sufragio efectivo y no reelección, Carranza intentaría imponer a Ignacio Bonillas frente a Obregón, éste se las arregló para reelegirse en 1928 y su amigo, Plutarco Elías Calles, se autodesignó jefe máximo de la revolución. No pudo Lázaro Cárdenas en sus breves años hacer de México un Estado de derecho definitivo, pues las administraciones de posguerra se dispusieron a dinamitar la esencia de la Constitución queretana con el fin de adaptarla lenta o apresuradamente a los poderes económicos norteamericanos y trasnacionales que casi han hecho de México un simple insumo de su contabilidad global.
En ese cuadro contradictorio de la conducta gubernamental respecto de la Constitución, qué significado tiene hablar entre nosotros de transición a la democracia?Sólo dos connotaciones pueden percibirse. La primera, la más compleja y difícil, entendería la transición a la democracia como un camino hacia la edificación del Estado de derecho, puesto que éste no ha existido nunca antes. El otro sentido es más modesto; se trataría únicamente de garantizar la existencia de una autoridad electoral transparente, limpia y ajena a las influencias gubernamentales y hegemónicas de las clases pudientes, para que los ciudadanos sufraguen libremente, sin inferencias clientelares, y elijan un gobierno verdaderamente democrático y comprometido, precisamente por ser democrático, a organizar el país en un Estado de derecho cuyas normas reflejen las demandas generales y orienten al poder público hacia la realización histórica de los altos ideales de las gentes y sus familias. Quizá la segunda opción está al alcance de la mano; y si esto fuera así, la segunda, efecto lógico de la anterior, nos llevaría por necesidad a un congreso constituyente y al nacimiento de una república soberana, justa y garantizadora de la libertad del hombre.