No se podría votar en contra de la reforma electoral, salvo en uno o dos puntos concretos. Pero el mayor problema de esta nueva modificación constitucional no reside en lo que dice, sino en lo que calla. Estamos oyendo demasiados repliques de campanas anunciatorias y se corre el riesgo del aturdimiento.
Los tres cambios más importantes consisten en que el gobierno dejará de controlar, de manera directa e institucional, el aparato que organiza las elecciones, que los actos electorales legislativos, administrativos y jurisdiccionales de las autoridades de los estados estarán sujetos a una instancia superior de carácter federal y que las entidades adecuarán sus respectivas legislaciones a unos principios generales contenidos de la Constitución federal. Otros cambios importantes se refieren al acceso de los partidos a los medios concesionados de comunicación, el aumento de subsidios públicos y la muy discutible creación de senadores de lista nacional.
Aparte de lo anterior, el Distrito Federal es el más beneficiado por esta reforma, al establecerse, a partir de 1997, la elección popular de un jefe de gobierno y, desde el año 2000, de los ``delegados'', que no habrán de ser ``autoridades'' sino algo todavía indefinido. Una parte del mandato de Plebiscito Ciudadano del 21 de marzo de 1993 ha sido acatado, pero la capital del país no será todavía un estado, sino una entidad de excepción, regida por un nuevo texto constitucional muy mal redactado, severamente restrictivo y tramposo.
Otro punto: la afiliación individual a los partidos, justo cuando al PRI ya no le funciona bien la inscripción forzada de obreros y campesinos en masa, pero sigue gozando del monopolio sindical del Estado, el cual no ha sido tocado en lo más mínimo.
El voto de los mexicanos en el extranjero (que ya estuvo alguna vez en la ley) parece que se irá, como el registro ciudadano, para algún día en que el gobierno lo consienta.
La independencia formal del organismo que prepara las elecciones y cuenta los votos debió haberse logrado en 1989, pero Acción Nacional vendió el movimiento. Este reclamo era entonces decisivo, hasta que el PRI cambió de táctica defraudatoria: ahora se compran los votos en lugar de alterar los resultados.
Lo referente al aspecto jurisdiccional no alcanza a tener la trascendencia que se le asigna, pues los tribunales electorales normalmente no pueden corregir los fraudes, especialmente aquellos que se realizan fuera de las casillas, tales como la presión al votante y la compra de sufragios.
Una de las características de la reforma en curso es que, salvo el derecho de elegir de los ciudadanos del Distrito Federal, no se conceden nuevas libertades al pueblo, sino solamente garantías y derechos para los partidos políticos.
El referéndum facultativo, es decir, el arma del pueblo para luchar contra leyes indeseables, no se ha incluido en la reforma, como tampoco la libertad de los ciudadanos sin partido para presentarse a las elecciones con registro legal.
Otro de los puntos que no ha sido tocado en la reforma es el del control del gasto público. El esquema actual, en el que el Presidente de la República maneja discrecionalmente grandes sumas sin que nadie lo fiscalice, es la base de la compra masiva de votos, tanto a través de los mecanismos asistenciales y promocionales del Estado, como de la entrega de dinero en efectivo a los votantes. A partir de la reforma en curso, los partidos dispondrán de más dinero durante el año de comicios federales, pero aún así el PRI tendrá que recurrir a fondos públicos encubiertos e ilegales para seguir comprando votos y sostener a ese ejército de ``promotores'' que se encarga de repartir el dinero y vigilar el voto.
La idea de que lo más urgente es la reforma electoral, sin tocar otros aspectos básicos de la democracia, no ayuda en nada a una transición verdadera. La experiencia mexicana en materia de legislación electoral demuestra que a cada reforma le sigue el surgimiento de nuevos métodos de defraudación. Esto se debe a que la naturaleza del Estado no cambia con reformas temáticas e incompletas.
La manera en que se negoció la reforma es también parte del problema. En negociaciones enclaustradas, el gobierno esperó hasta el último día para dejar listos los textos y, unos minutos antes de la firma palaciega de los mismos, se presentaron con añadidos que nadie había tocado siquiera en meses de discusiones. Las fobias de Zedillo y Chuayffet contra varios de los actuales consejeros ciudadanos del IFE y contra Manuel Camacho les llevaron a imponer la prohibición de que los primeros puedan optar por la reelección y de que el segundo se postule al cargo de jefe del gobierno capitalino. Usar la Constitución para pasar cuentas personales pendientes es una imperdonable bajeza de un presidente de la República.
No hay en el país un nuevo pacto político. La reforma electoral en curso es una más la de mayor importancia hasta ahora en el largo camino de parches a la Constitución y al código electoral, los cuales, por sí mismos, no llevarán a un régimen democrático.