Que la liturgia de cambio de mandos en el PRD se haya podido llevar a cabo sin sobresaltos es ya una buena noticia que desmiente los presagios más ominosos respecto del futuro de esa fuerza política. Desde que se anunció el formato mediante el cual procesarían su relevo de dirigencia, se advertían los riesgos de que una elección abierta diera al traste con la precaria unidad interna del perredismo. La frágil institucionalidad desde la que se encaró el complejo proceso electoral interno, sumado a la cohabitación de diversas concepciones estratégicas, eran suficientes datos para prever un escenario de rupturas.Sin embargo, la contundencia con que los militantes electores se pronunciaron en favor de Andrés Manuel López Obrador pudo desterrar los peligros. La operación me parece sigue siendo muy costosa: que un partido decida invertir tal cantidad de recursos propios en una elección en la que de todas maneras votaron menos militantes de los que tiene el padrón interno, que las campañas tampoco fueron ocasión para producir un nuevo mapa de influencia, son ingredientes para revisar la conveniencia de esos procedimientos. Lo más meritorio del proceso, lo que brinda fortaleza interna, es el dato político de que tres de cada cuatro electores sufragaron por López Obrador. Ahora, la sobrevivencia al proceso se convierte en uno de los activos del PRD.Lo que se anuncia ahora es una dirigencia mucho más pragmática que doctrinaria que habrá de hacer frente a la multitud de retos que tiene enfrente el PRD. Organizativamente, y si se deciden por una asignación de recursos más racional, los nuevos dirigentes tendrán que ocuparse de profundizar la institucionalidad del partido, aprovechando la inercia que la euforia de la sobrevivencia genera. En términos de unidad, no sólo la contundencia de los resultados, sino sobre todo la generosidad de López Obrador para conformar el nuevo Comité Ejecutivo Nacional, parecen ser una fórmula que en lo inmediato resuelve el problema. Adicionalmente, el espíritu de la nueva reforma electoral desincentiva las disidencias y propicia el fortalecimiento de los partidos como instituciones. Ello sin embargo no significa que las diferencias internas hayan desaparecido, acaso les brinda un nuevo marco de referencia, pero a la hora de ejercer el nuevo pragmatismo que se anuncia, aflorarán de nuevo los diferendos.
Tal vez ése siga siendo el principal reto perredista: darse un discurso que no sólo resuelva los problemas de identidad interna, sino que resulte atractivo para los electores. Cómo construir una oferta que, por ejemplo, logre seducir a los jóvenes y no se repita lo que ocurrió en sus comicios internos en lo que, cuando menos en el DF la edad promedio de sus votantes era de 40 años y sólo el 3 por ciento de sus electores tenían entre 18 y 29 años. Mucho será el aporte al país si el PRD lográ fortalecerse como referente político. Por lo pronto ya consiguió procesar unos comicios internos colmados de riesgos, ya redimensionó también las expectativas electorales (20 por ciento para 1997), ha demostrado que puede concurrir a pactos con las otras fuerzas políticas, y sostenerlos con sus votos en el Congreso. Lo que queda es hacerse de votantes.