La inocencia a la que se refiere el título de estas líneas no es el ``estado del alma limpia de culpa'' o la ``exención de culpa en un delito o en una mala acción'', que son las dos primeras acepciones del término en el Diccionario de la Real Academia Española, sino a la tercera acepción, que es ``candor, sencillez''. Sostengo que algunos científicos mexicanos, en especial de mi generación, iniciamos nuestras investigaciones estimulados exclusivamente por el interés en conocer mejor algún segmento más o menos pequeño y definido de la realidad, y trabajamos en ello sin ningún otro objetivo. Cuando creíamos haber alcanzado algún resultado interesante íbamos a las reuniones académicas pertinentes y lo presentábamos, y si valía la pena lo escribíamos para publicarlo. Nuestra satisfacción crecía cuando algún colega tomaba nota de nuestros datos y los citaba, o nos invitaba a participar en seminarios o conferencias, o hasta incluirlos en algún artículo de revisión o Libro Anual de Algo Científico.
Muchos de los que así trabajábamos éramos profesores universitarios y politécnicos, y algunos también ejercían libremente sus distintas profesiones (médicos, químicos, ingenieros), que eran de donde obteníamos los dineros para vivir. En esos tiempos (principios de los 40s) apenas se iniciaban los nombramientos de profesores de carrera y de investigadores en la UNAM y en otras instituciones, y desde luego los recursos asignados oficialmente para investigar eran mínimos. Algunos de los que hacíamos investigación biomédica trabajábamos en nuestros laboratorios después de haber cumplido con obligaciones administrativas, docentes y asistenciales, usando el equipo y los reactivos destinados a estas últimas, y completando lo que faltaba, a veces con ingenio y otras veces con nuestro exiguo peculio. La actividad tenía algo de clandestina y mucho de romántica, pero a los participantes en ella nos parecía tan estimulante como irresistible, quizá porque hace 50 años todavía éramos receptivos a la conspiración y al romanticismo.
No había presión académica ni de ningún otro tipo para publicar; como profesor, mi obligación era dar clases, y como médico de hospital, proporcionar asistencia. Las satisfacciones derivadas de la investigación eran puramente intelectuales y de carácter casi personal; el casi es porque las compartíamos con nuestros colegas que tenían las mismas aficiones, que de todos modos eran unos cuantos.
Contemplando el panorama actual de la investigación científica en México, 50 años después del resumido en las líneas anteriores, el cambio no puede ser más radical; algunos aspectos de la transformación son positivos, como el reconocimiento de la ciencia como un campo profesional legítimo y de la investigación como una actividad académica valiosa, o como la preocupación del Estado mexicano por el desarrollo de la ciencia y la tecnología, que es algo nuevo y que ha pasado de los discursos y las promesas a algunas realidades (aunque todavía tímidas e insuficientes).
La ciencia ha adquirido carta de ciudadanía en las instituciones académicas y la sociedad mexicana ha establecido mecanismos para apoyarla, para promoverla y hasta para premiarla. Pero en esto ha seguido modelos diseñados hace más de dos décadas en Estados Unidos, que nunca fueron aceptados en Europa y que hoy ya están siendo rechazados por las principales instituciones académicas estadunidenses, mientras que en México todavía rigen con un vigor digno de mejor causa. Me refiero a los criterios para evaluar y calificar la actividad científica de un investigador, tanto cuantitativa (el número de sus publicaciones en un lapso determinado), como cualitativa (el impacto o prestigio internacional de las revistas periódicas en las que aparecen sus artículos, junto con el número de citas que reciben en la prensa científica internacional).
De acuerdo con estos criterios, el mejor investigador científico es el que publica más artículos por año, en revistas internacionales de la mayor difusión, y que recibe más citas a sus trabajos en esa misma prensa. Esta aberración simplista de una realidad mucho más rica y compleja se corona con un complemento económico: los investigadores que cumplen con los requisitos mencionados reciben mejores ingresos personales y sus proyectos de investigación tienen mayores probabilidades de recibir apoyo económico de los organismos oficiales. La triste consecuencia de esta situación es que el trabajo científico ha dejado de ser una actividad generada por el interés personal genuino de resolver una incógnita interesante, para transformarse en una gesticulación dirigida a convencer a una comisión dictaminadora formada por nuestros pares, de que realmente sí merecemos recibir el complemento salarial que depende de sus decisiones (llámese Sistema Nacional de Investigadores SNI, PRIDA, -PAIPA o de otro modo) o que lo que deseamos hacer debe apoyarse económicamente porque sí cumplimos con sus requisitos. Incluso se han desarrollado distintas estrategias para aumentar el número de publicaciones, como la ``unidad mínima publicable'', que consiste en fragmentar un trabajo en tantas partes como toleren los editores de las revistas para aceptarlos, o bien la publicación repetida de los mismos datos, o la firma de trabajos en los que no se ha participado a cambio de que sus autores firmen los propios, en los que no hicieron nada, etcétera.
Todo esto es consecuencia de la transformación de la investigación científica, de una actividad desarrollada por el gusto y la satisfacción de hacerla, en una forma de aumentar la remuneración de los científicos. Cuando hace diez años se inició esta práctica con el SNI (me refiero a condicionar los ingresos adicionales de los investigadores a su ``productividad'') yo no me di cuenta del riesgo que se corría, que ahora ya es una dolorosa realidad: la ciencia ya no se hace por el gusto sino por el dinero. Cualquier semejanza que se pretenda encontrar con la relación entre el amor y la prostitución no será pura coincidencia. Y por eso pienso que los científicos mexicanos hemos perdido la inocencia.