ADIOS A LOS JUEGOS
Agencias, Atlanta, 4 de agosto La tierra de Atlanta guarda ahora las hazañas y aventuras de los atletas en sus purísimas entrañas. La celebración de los primeros 100 años de los Juegos Olímpicos llegaron esta noche a su final, con una alegre y movida clausura. El infatigable fuego olímpico emprendió inmediatamente el camino a Sydney, a donde será la cita en el año 2000.
Después de la premiación a los ganadores de la prueba del maratón, de ver el despliegue de osadía y virtudes atléticas de jóvenes en su patineta y bicicleta, de escuchar a Gloria Estefan con su Reach y de un desfile de banderas de los 197 países participantes, vino un momento solemne.
Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), pidió un minuto de silencio a las 83 mil personas que asistieron al estadio Olímpico por las víctima del ataque dinamitero en el Parque del Centenario, así como a los atletas israelíes que fueron asesinados por terroristas árabes en Munich 1972.
"Ningún acto de terrorismo ha destruido el movimiento olímpico, ni lo destruirá", afirmó Samaranch.
Cuando se guardaba el minuto de silencio, el cantante Stevie Wonder apareció y entonó con un piano la canción Imagina, de John Lennon. Los organizadores se habían reservado la sorpresa de quién sería el intérprete de la célebre canción. Que alguien apareciera como surgido de la galera de un mago, como en el shock inaugural con la aparición de Alí para encender el pebetero, mismo que hoy se extinguió.
Tras la canción, Samaranch retomó la palabra y calificó a los Juegos de Atlanta como "los más excepcionales'' de la historia. El presidente del COI recurrió así a su habitual fórmula de las fiestas de clausura, de señalar que los Juegos finalizados fueron siempre los mejores, pese a que en los dos últimos días formuló duras críticas por los desaciertos en la organización.
``¡Bien hecho, Atlanta!'', fueron las primeras palabras de Samaranch, quien luego condecoró a Billy Payne, organizador de los Juegos, e invitó a la multitud a aguardar la Olimpiada de Sydney 2000, "los primeros del nuevo milenio".
Payne, en su intervención, dijo que "nunca antes en la historia de los Juegos Olímpicos han ido en forma tan paralela el espíritu del pueblo y el corazón irrefrenable de un campeón olímpico. Llamado a la acción cuando nuestra celebración fue interrumpida, el pueblo escogió por sí mismo reclamar lo que es suyo: su ciudad y su amado movimiento olímpico".
Michael Johnson, el atleta símbolo de estos Juegos, con su doblete inédito en el oro de los 200 y 400 metros --así como su nuevo récord mundial en los 200-- fue elegido para portar la bandera olímpica, lo que fue saludado con una ovación de los aficionados.
Como ha sucedido desde la clausura de los Juegos de Amberers en 1920, se hizo la entrega de la bandera olímpica de un alcalde a otro, en este caso de parte de Bill Campbell a Frank Sartor, el alcalde de Sydney. Para evocar a la próxima sede, hasta hubo canguros de plástico en bicicleta paseando por el escenario.
También, decenas de niños de Atlanta despidieron a los visitantes con la canción Power of the dream (La fuerza de un sueño), uno de los temas de la Olimpiada de 1996.
El acto concluyó al cabo de unas tres horas con la presentación conjunta de Little Richard, B.B. King, Wynton Marsalis, Al Green y otras figuras de la música estadunidense, que hicieron bailar y cantar a miles de atletas que para el cierre se habían congregado en el campo.
La música del jazz salía matizada desde el fondo del estadio olímpico de Atlanta y toda la fuerza de la raza negra parecía volar y obligaba a los obues y los cornetines a sonar con inflexiones amorosas. Al conjuro de esa música me acordaba de los tiempos que no viví, porque llegué a la vida fuera de esa tierra. Los tiempos en que las montañas, los lagos, la música, el baile, la marginación de los negros, estaba tocada de esa inflexión tiernísima, propiciadora de la sensualidad.
Una gallarda pareja de enamorados cruzaba frente a la pantalla televisiva, en perfecta imagen de la juventud, la belleza, la alegría y el ritmo negro, triunfadores en una Atlanta desorganizada y caótica. La risa como un pájaro negro y rojo se había parado en la blanca boca de ella para no querer levantar el vuelo más, en tanto que él, oprimiéndola con amoroso arrebato, le vertía en el oído la caricia de su música jazzista.
Pasaron como dos sombras unidas por el lazo de un mismo deseo. En la misma forma que cruzaban el espacio los velocistas, saltadores, basquetbolistas y futbolistas nigerianos, deslizándose veloces y suavemente en graciosos giros, en juegos infantiles sin riesgo, hasta alejarse en el cielo espeso y oscuro en fugaces ritmos, danzas de rápida ligereza, trenzadora de caprichosas combinaciones al rumor de la música negra.
El ritmo juvenil y elegante de los atletas negros acariciaban el alma de los que los contemplábamos. Verlos partir con exhalación y planear en largas zancadas que se unían por el espíritu negro y desaparecían perdidos en el graderío, en el que sonaba la música de jazz, espiritualizado airón de danza de tiempo antiguo.
Atlanta hizo vibrar la piel de Africa --Donovan, Lewis, Johnson, O'Neal--, que con su braza de fuego desmadró las débiles normas y estructuras estadunidenses en la Olimpiada más mal organizadas de la época moderna. Los atletas de color fueron el alma de los Juegos Olímpicos, como es ya tradicional, así como su expresión auténtica; su ritmo. Ese ritmo, lo único que no les pudo quitar la raza blanca, explotadora de su fuerza y su sentimiento.
Por los atletas negros circulaba además la simpatía. Una simpatía heredera de la Africa fiestera que les dio el estilo, la personalidad, su correr, saltar, encestar canastas y goles, y fue la nota distintiva de la raza del ritmo acelerado. Más allá de las máscaras de su ritmo de color --estadunidense, canadiense, nigeriana, cubana, jamaiquina, brasileña--, la Olimpiada nos enseñó que la belleza de esta raza sale de la esclavitud a que fue sometida, y la estructura estadunidense y europea que los ahogó, se derrumba lentamente a ritmo de jazz, quedo, muy quedo.