Hay que reconocer que Juan era un escritor sumamente talentoso, pero ciertamente no fue el único que, en su tiempo y en su medio, abordó el tema del Apocalipsis. La escatología daba pie para que muchos alucinados ensayaran, con buena o mala suerte literaria, composiciones en torno al fin del mundo. La mayor parte de esa literatura, los midrash, se ha perdido. Las obsesiones escatológicas de eschatos, la exploración de los destinos últimos de los hombres y las cosas se sumergieron en el Renacimiento, cuando en Europa se vislumbró que acaso la historia humana no iba a tener fin, y recorrieron, en forma subterránea, los cinco siglos que separan a Erasmo de Hiroshima.
Un mes antes del aniversario de la gran parrillada que en esa ciudad japonesa organizó el complejo militar-industral estadunidense, y que Harry Truman sancionó, Hollywood presenta al mundo un manifiesto según el cual el Infierno Final podría ser mucho peor, y mucho más mezquino, que la destrucción provocada por Little Boy y Fat Man, los rudimentarios ingenios atómicos lanzados sobre las ciudades mártires japonesas.
Es revelador que, 51 años después de haber provocado un arrasamiento sin precedentes en un par de urbes enemigas, Estados Unidos presente al mundo un producto cinematográfico que se refocila en la destrucción ficticia de tres ciudades de la Unión Americana. Durante dos horas, a cambio de tres dólares y gracias al sonido Dolby Digital, cualquier espectador del mundo puede sentirse como un ciudadano de Pompeya en el momento de la erupción del Vesuvio. Los habitantes de Nueva York, Washington y Los Angeles pueden identificarse virtudes psicoterapéuticas del entertainment con Sodoma y Gomorra.
Las amenazas reales o supuestas a la seguridad nacional trabajan en paralelo con las visiones apocalípticas ancestrales. Unión Soviética, terroristas de Medio Oriente, catástrofes ecológicas, experimentos genéticos que salen de control, tráfico de drogas, conspiraciones varias y ébola: si la industria cinematográfica de un país puede decir algo sobre las obsesiones y los fantasmas de su sociedad, en esa enumeración somera puede condensarse el acento ominoso con que Estados Unidos percibe a su entorno planetario y extraplanetario, si a la lista se agregan los extraterrestres, procedentes de sabe Dios qué lejano sistema solar o galaxia, y que llegan a nuestra casa con el designio de fumigarnos. Del Imperio del Mal a la incursión de los virus malignos, para culminar con unos bichos alienígenas tan feos, necios y malvados, que la única forma de combatirlos es procurar que un cuarteto de machos estadunidenses el Presidente de la República incluido les rompan la madre.
Revelador: en el matraz de la cultura de masas estadunidense, las pesadillas escatológicas se conjuntan con el tema de las amenazas a la seguridad nacional para crear un género nuevo, más socorrido que la tragedia, la comedia y el melodrama.