Las declaraciones formuladas ayer por el presidente Ernesto Zedillo, entre las que destaca la advertencia de que tomará varios años recuperar los niveles de vida que tenía la población del país hasta antes de la crisis que padecemos actualmente, resultan significativas y relevantes en varios sentidos. En primer lugar, ha de reconocerse el realismo presidencial, que contrasta con los equívocos triunfalismos económicos tantas veces expresados, desde enero de 1995 a la fecha, en diversos ámbitos gubernamentales, especialmente en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, que han generado tantas falsas expectativas de una recuperación súbita y de corto plazo y que han gravitado, así, en detrimento de la credibilidad oficial.
Tal vez en el fondo de esta dicotomía exista un problema semántico: si en el ámbito de la administración pública la crisis se entiende como un desarreglo grave, aunque coyuntural, en el cuadro de las variantes macroeconómicas, que produce costos sociales como una suerte de efecto secundario, para la mayoría de la población la crisis es su conjunto de efectos: la reducción drástica de sus niveles de vida, salario, alimentación y posibilidades de empleo, educación, salud, consumo y vivienda. En este sentido, el señalamiento presidencial es un esclarecimiento ciertamente duro y difícil de asimilar pero necesario: los efectos de la crisis estarán entre nosotros y habremos de padecerlos durante varios años más.
En palabras de Zedillo, los ``niveles de bienestar'' que se registraron en el sexenio anterior estaban sustentados, equívocamente, en recursos ajenos, concretamente en un flujo de capital extranjero especulativo que en ese periodo sumó 100 mil millones de dólares.
Ciertamente el país no debe caer de nueva cuenta en espejismos económicos como el mencionado, o como el que se vivió en el sexenio de José López Portillo con la fantasía de los ingresos petroleros. Pero no puede omitirse el hecho de que durante el mandato de Salinas el ``bienestar'' se circunscribió a las clases medias urbanas y, especialmente, a un puñado de magnates. Fuera de esos sectores, entre los asalariados, los campesinos y los millones de ciudadanos que fueron arrojados al terreno de la economía informal el bienestar apenas fue una promesa fallida, apuntalada por las políticas asistenciales del cuestionado Pronasol. De hecho, el poder adquisitivo de los salarios retrocedió, como ha venido ocurriendo desde principios de la década pasada.
En otros términos, los costos sociales de la crisis presente no han hecho más que agravar una situación económica que, antes de la debacle de diciembre de 1994, era ya exasperante para millones de mexicanos.
Tal agravamiento es el más reciente episodio de una historia de depauperación y daños al tejido social del país que se remonta a 1982, y que es el correlato humano de una política económica sostenida y continua en sus elementos fundamentales.
Las expresiones de este correlato pueden percibirse de manera inequívoca en las noticias cotidianas: el descontento de alumnos y padres de familia ante la falta de capacidad del sistema educativo, el desasosiego laboral de empleados del sector público, las consecuencias políticas del virtual arrasamiento del agro, las gestas de las organizaciones de deudores, entre muchas otras.
No cabe duda de que, como lo señaló el Presidente, sería insensato sacrificar los avances logrados en los últimos 18 meses en el terreno de la estabilización de los indicadores económicos. Pero el país tampoco debe seguir sacrificando a los estamentos mayoritarios de su población en aras de obtener un cuadro macroeconómico adecuado. Conciliar ambas preocupaciones es el gran desafío para la presente administración.