Julio Hernández López
Huasteca: injusticia y rebelión

Durante largo tiempo, en la región huasteca han convivido la extrema explotación y el germen de la rebeldía. Rica por naturaleza, la región ha generado fortunas y privilegios sin par para unos cuantos que se han beneficiado de la agricultura y la ganadería, mientras la generalidad de la población entre ella un significativo porcentaje de indígenas, han sido sometidos históricamente, ya sea mediante los cacicazgos priístas tradicionales, o directamente por la represión traducida en asesinatos, secuestros y exilio de dirigentes incómodos para las familias de la élite huasteca.

Por ello resultan notables dos acontecimientos recientes que han tenido como escenario la Huasteca: la posibilidad de que en tales rumbos haya sido donde el Ejército Popular Revolucionario organizó su reciente conferencia de prensa, y la rápida pero tradicional reacción del gobierno federal al enviar a Carlos Rojas, secretario de Desarrollo Social, a inaugurar obras y a pronunciar discursos contrarios a la violencia.

Respecto a la reaparición del EPR ante medios de comunicación, resulta cierto que en aquella zona abundan los elementos propicios para la insurrección armada, y que son exasperantes los niveles de explotación a los que han sometido unas cuantas familias a la generalidad de la población. En realidad, parece difícil entender la razón por la cual no han aparecido antes grupos armados en rebeldía contra quienes abusan sobre todo de los indígenas.

Por cuanto a la respuesta gubernamental, es preocupante que las palabras de Rojas (La Jornada, 11 de agosto) sean simplemente enunciación de buenos propósitos pero no un listado de enmiendas y verdaderas soluciones: ``La desesperación y la violencia no son opciones para construir el bienestar'', dijo el titular de Sedesol, y agregó que se deben traducir los posibles escenarios de ruptura, desacuerdo o, incluso, inestabilidad social, en oportunidades reales de vida digna y desarrollo.

Ciertamente, es necesario rechazar el uso de la violencia como método para realizar las transformaciones que reclama la sociedad, pero es necesario dejar preciso que la violencia en la Huasteca ha sido el instrumento fundamental del gobierno y sus instituciones, entre ellas la del caciquismo, para acallar toda protesta y para disolver toda organización auténtica en defensa de los pobres.

Durante largas décadas, el sistema político ha entregado a una extensa red de caciques y caciquillos el control de una región entera, otorgando tolerancia y complicidad en el saqueo y la explotación, a cambio de una falsa paz que hoy ha comenzado a deshacerse.

Los indígenas huastecos han sido explotados históricamente por familias de blancos, que racistamente se llaman a sí mismos ``gente de razón'' y que asumen como natural la explotación del trabajo de aquellos a quienes embrutecen con el alcohol clasificado como mercancía obligada en sus tiendas de raya, y que controlan todo cuanto produzca ganancia económica y poder político.

En ese marco de perpetua injusticia, es natural que las luchas de reivindicación económica y social tropiecen con los intereses de quienes controlan policías y espacios de gobierno. En esa espiral de violencia se han generado condiciones naturales para el estallido violento y hoy, con EPR o sin él, es evidente que, por desgracia, la desesperación de los indígenas huastecos ha llegado a su límite.

Rojas, o los funcionarios que le sigan en el desfile de promesas y anuncios, deben recordar desde luego el caso de Chiapas, pero sobre todo debe asumir que este México actual requiere de diagnósticos claros y de soluciones reales, no sólo de frases de ocasión o de propuestas decorativas.

La Huasteca, o las Huastecas, según queramos o no establecer divisiones en lo que sin embargo los habitantes de la región asumen como un todo indivisible, reclaman atención especial, antes de que le alcance el fuego que ya recorre otras regiones.