En Chiapas y en la capital del país, las mesas del diálogo para reformar al Estado mexicano han corrido diferentes suertes. Aquí, en la gran urbe, los voceros oficiales y los convencidos de buena fe, elogian los acuerdos que llevaron a una votación unánime, a favor de la enésima reforma electoral de los últimos tiempos. Allá, en San Cristóbal, representantes del gobierno y del Ejército Zapatista no logran ponerse de acuerdo, porque los oficialistas arguyen que los zapatistas iban ``por todo o nada'', y éstos los acusan de ofrecer ``limosnas'' en lugar de cambios a fondo, que es por lo que se levantaron en armas y son los que espera una sociedad angustiada por la crisis e indignada por el cinismo y la corrupción.
En México, capital del país, todos los legisladores, sin faltar uno, al viejo estilo levantaron la mano votando por una reforma que aun sus panegiristas admiten parcial e insuficiente.
En Los Altos de Chiapas, los comandantes indígenas prefieren volver a enfrentarse al riesgo de la guerra, al bloqueo y al hambre, en lugar de recibir migajas de los representantes gubernamentales.
El comandante Tacho, con esa antigua sabiduría de la que es heredero, define la situación de allá y de aquí, de todo México; el enviado de La Jornada, Hermann Bellinghausen, como es su costumbre capta lo esencial y nos transcribe la frase del comandante: ``según la delegación gubernamental, no hay problemas graves en México ni en Chiapas. Se niegan a reconocer que el país está viviendo una grave crisis y hacen todo lo posible por olvidar que los indígenas chiapanecos tuvieron que levantarse en armas para hacerse oír. Como los problemas no existen, tampoco existen las soluciones''.
Pero como lo sabe Tacho y lo saben los obreros despedidos, los oficinistas desempleados, los pequeños empresarios quebrados, las amas de casa, los estudiantes sin escuela y los enfermos sin medicinas, los problemas sí existen y se concentran en uno, que es el político. Quienes dirigen a esta nación no han sabido hacerlo bien, su experiencia ha sido eficaz sólo para dos cosas: mantenerse en el poder y usar de él en su provecho. Cuando alguien los combate, si los acusa, si los descubre, tienen un expediente casi infalible: le ofrecen un empleo, le reconocen graciosamente un triunfo electoral, ``conciertan'' para seguir resolviendo y arbitrando.
El contraste no puede ser más elocuente; aquí se buscan razones para leer la reforma con optimismo, pensando que ``ésta sí'', que ``ahora sí'' estamos en el umbral de la democracia, a pesar de la intención oficial de buscar imagen, a pesar de la insuficiencia reconocida, a pesar de los candados que moderan y condicionan los avances, a pesar de que el monto del subsidio fue uno de los temas centrales de la negociación. Allá, los zapatistas, en situación crítica pero bien definidos sus objetivos, exigen cambios de fondo y no de fachada, buscan la democracia y la justicia, y no se conforman con un ``acercamiento'' a ellas, que más fortalece al gobierno, al sistema que aquél sustenta y en el cual se sustenta, que a quienes quieren cambiarlo.
Los zapatistas aciertan: no hay razón para aceptar un pequeño paso, cuando lo que exige la gravedad de la situación es un gran paso. Qué hubiera pasado si en la capital los partidos fueran tan intransigentes como los indios chiapanecos? Pudiera ser que entonces sí estaríamos acercándonos a la transición tan esperada, en lugar de continuar en este eterno e inaceptable gradualismo.