Pedro Miguel
Prohibición

Digamos que sí, que las drogas prohibidas, las suaves y las duras, son más venenosas para los organismos y más perniciosas para las sociedades que el alcohol, el Nintendo, el póquer y el café, por mencionar sólo algunas sustancias o actividades adictivas que los abuelos pueden confesar sin vergenza ante sus nietos, y viceversa.

Aun dándolo por cierto, el argumento de la peligrosidad social es lamentable, porque proyecta, en el ámbito mundial, o casi, la imagen de unos Estados con muy poca autoestima y un sentimiento de seguridad por los suelos: si el consumo de cocaína realmente pusiera en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos, habría que concluir que Estados Unidos es la sociedad más débil del planeta; si la heroína lograra arrasar a los países del viejo continente, ello querría decir que la energía vital de éstos habría llegado a su término, y que no valdría ni siquiera la pena gastar esfuerzos en la construcción de la Unión Europea.

Ninguna cultura resultó jamás destruida por sus drogas, y si éstas llegaron a constituir algún riesgo en ese sentido, la prohibición no fue la manera de evitarlo. Cada segmento de la humanidad ha vivido con su carga a cuestas de alucinados, atontados o iluminados, minoritaria, tolerada a veces, sacralizada en casos excepcionales, proscrita casi siempre, enfrentada por norma a un abanico de sanciones que va desde la conmiseración o el desprecio hasta la pena de muerte. Los casos más extremos de peligrosidad social de las drogas tienen que ver, en todo caso, con una utilización en el marco de políticas coloniales, como lo hicieron las autoridades españolas cuando alentaron el consumo de alcohol entre los indios de América, y los ingleses, que propiciaron los fumaderos de opio en China.

Por otra parte, el argumento de que las drogas prohibidas lo son porque hacen daño a los individuos, se enfrenta a una creciente conciencia sobre la necesaria soberanía del organismo como parte fundamental y básica de los derechos humanos, una conciencia para la cual la autodestrucción debe formar parte, también, de las opciones ciudadanas. Dicho de la forma más cruda, las conquistas de la individualidad y la subjetividad que han marcado a la propuesta civilizatoria occidental desembocan en o pasan necesariamente por el derecho a morirse rápido o poco a poco, porque sin éste el derecho a la vida no es derecho, sino obligación. En esta perspectiva, si drogarse es un suicidio lo es en todos los casos?, la lucha contra la drogadicción debiera estar limitada a los terrenos siempre polémicos y conflictivos de la educación y la moral, y no ser llevada a los ámbitos legales.

Un Estado que proscribe actividades privadas genera grandes núcleos de poder clandestino en torno a ellas y acaba minándose a sí mismo. En el caso de la droga, su prohibición es la construcción de un poder que se ramifica en muchos y perversos poderes: el del Estado sobre los asuntos privados de sus ciudadanos, el de la policía sobre productores-traficantes-distribuidores, el de éstos sobre los consumidores. Inevitablemente, el círculo vicioso se cierra cuando los mafiosos ejercen su poder económico sobre los funcionarios gubernamentales, y se vuelve inexpugnable cuando los cientos de miles de millones de dólares de la droga ilícita que pasan por el sistema financiero generan una adicción de distinto signo: las relaciones de dependencia que economías enteras la de Estados Unidos, en primer lugar establecen con esos fondos. Cuando las cosas llegan a distorsionarse a tales grados, no es raro suponer que la razón principal para eternizar la prohibición esté relacionada con el temor a perder de golpe flujos monetarios cuya presencia secreta es, sin embargo, decisiva en la economía mundial.

No son las drogas, sino su prohibición, lo que da origen a las grandes corporaciones mafiosas, a las cruentas guerras y campañas gubernamentales de erradicación, a los espectaculares o secretos episodios de corrupción pública y privada, a las distorsiones económicas y financieras provocadas por las operaciones de lavado de dinero en gran escala y a las tensiones y confrontaciones internacionales que se libran en torno a estos asuntos. Si se anula la prohibición, el problema de las drogas dejará de ser nacional e internacional para volver al ámbito del que jamás habría debido salir: el de las decisiones individuales esenciales en torno a la vida, la felicidad, la infelicidad y la muerte, y las formas posibles y personalísimas de administrarlas.