A muchos, por no decir a casi todos los que nos dedicamos a la investigación en humanidades o en ciencias de modo institucional nos preocupan las ahora tan traídas y llevadas formas de evaluación de nuestro trabajo. Y eso incluye a quienes de un modo u otro participamos en la tarea de evaluación (juzgando a nuestros pares y siendo juzgados por ellos, como se dice). Del resultado de una evaluación se siguen mejores categorías en las instituciones, mejores niveles en el Sistema Nacional de Investigadores o en los programas de estímulos... las posibilidades de una vida con cierto desahogo e incluso mejores apoyos para la propia investigación (o, según el caso, no se siguen tales beneficios).
Esa justificada preocupación ha llevado al doctor Ruy Pérez Tamayo a ocuparse en diversas ocasiones del problema a lo largo de sus artículos. En muchas veces he coincidido total o parcialmente con sus puntos de vista. El último, ``La pérdida de la inocencia del científico'' (La Jornada, Ciencia, 5 agosto de 1996), plantea las cosas en forma que veo exagerada y, debo decirlo, injusta. Lo hace referido a ``los científicos mexicanos'' y ejemplifica con su campo profesional, el de la investigación biomédica, en el que ha tenido justificados reconocimientos (que también pueden entenderse como evaluaciones), pero entiendo que sus opiniones son válidamente extensivas a la investigación en humanidades.
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En su artículo presenta dos opuestos, un blanco y un negro. Los científicos de su generación (apenas poco mayor que la mía) eran inocentes, cándidos, sencillos, para ellos ``las satisfacciones derivadas de la investigación eran puramente intelectuales y de carácter casi personal...''; mientras que ahora aquélla se ha transformado de ``una actividad desarrollada por el gusto y la satisfacción de hacerla, en una forma de aumentar la remuneración de los científicos''.
A todos nos molesta esa especie de metalización actual del quehacer del investigador. Una investigación, un artículo en revista especializada, una ponencia en congreso, un grado, un premio, una dirección de tesis, y más aún, una dirección de grupos de trabajo se traduce en puntos, es decir, en evaluaciones positivas, es decir, en mejora de categoría académica y mejora económica. Pero no puede verse de una manera tan pelona.
Los sistemas de evaluación, como él lo señala, están más o menos calcados de los estadunidenses, ahora en discusión (y diré que, para colmo en nuestro disfavor, el de los humanistas, proceden de los de las ciencias ``duras''). Todo eso es cierto. Más aún, ante las reiteradas protestas se tratan de mejorar, pero sin aparentes resultados satisfactorios y sí con más desconcierto de quienes tienen que llenar complejos formatos de informe. Para mí una preocupación mayúscula consiste en constantar que quienes tienen más paciencia, más cuidado, más habilidad o está más en su carácter llenan los formatos de mejor manera -no me refiero a curricula ``inflados''- están en ventaja sobre quienes carecen de tales cualidades, lo que no tiene nada que ver con la cantidad y mucho menos con la calidad de su trabajo académico. Para colmo, en nuestra situación actual y ante lo disminuido de los sueldos de investigadores, se han creado las becas del SNI y los diversos estímulos, destinados sólo a quienes ``demuestren'' un mayor y mejor rendimiento, creando en la práctica salarios diferenciales y la consecuente incomodidad entre la comunidad académica.
Así es. Las cosas se complican por el crecimiento de la cantidad de instituciones y de miembros de ellas. Ambas cosas deseables y sin embargo muy por debajo de lo que debía ser en un país de las dimensiones del nuestro. En comunidades académicas reducidas todos sabían quién era quien. Ahora son necesarios esos complejos sistemas de juicio, siempre insatisfactorios y que hacen pensar en una relación de números entre puntos por producción y sueldos.
Pero de ahí a sostener, como lo hace el doctor Pérez Tamayo, que ``la ciencia -y digo yo, las humanidades- ya no se hace por el gusto, sino por el dinero'', hay gran diferencia.
Tampoco hay tanto de qué asustarse. Siempre a habido quien ha tenido posibilidades propias para distraer su tiempo de otras ocupaciones y dedicarse a la investigación. Pienso en Lucas Alamán o Joaquín García Icazbalceta, nuestros historiadores del siglo pasado. Lo hacian ``por amor''. Pero ya entonces y desde antes muchos necesitaron de mecenazgos o sueldos para poder investigar, como en las viejas universidades, como Carlos de Sigüenza y Góngora, prócer mexicano de las ciencias y las humanidades en el siglo XVII: tenían que pasar sus concursos de oposición a cátedra y tenían que presentar sus grados, que eran formas de ser evaluados. Y ganar un sueldo para vivir con dignidad no impedía que también investigaran por amor.
No siento, en fin, justo el negarles a los jóvenes que investigan el que lo hagan por gusto (podrán quizá estar haciendo otra cosa que les redituará más económicamente). Y no veo incompatibilidad en procurarse una mejor situación económica -así sea a costa del tormento de llenar informes y formatos- e investigar, legítimamente, con amor, cada quien según sus capacidades, como lo hace seguramente la mayoría. No se merecen los nuevos investigadores, ni nos merecemos en general, una expresión tan dura como la de Ruy Pérez Tamayo: ``Cualquier semejanza que se pretenda encontrar (en la situación actual en que la ciencia se hace por dinero) con la relación entre el amor y la prostitución no será pura coincidencia''.