Muy certeramente, la primera frase con la que José Luis Martínez inicia su entrañable cuaderno de treintaiún páginas, Recuerdo de Lupita, resume el sentimiento de quienes hemos leído alguno de los cien ejemplares de la restringidísima tirada escrita, sin duda alguna, para familiares y amigos. ``Me gustaría volver a verla'', comenta el autor cuando acaba de conocer a la joven húngara Lydia Baracs, recién llegada a este país, con la que habría de casarse en 1954. Y aunque añade: ``No sé si pueda porque estoy muy ocupado'', lo cierto es que la vería al día siguiente y todos los que siguieron. La frase, sin embargo, queda ahí: es cierto, a mí me gustaría poder haberla visto.
José Luis Martínez y su esposa en Delfos, en 1965
El lector, la lectora asume plenamente el significado de la frase dejándose invadir por el recuerdo y la nostalgia, al tiempo que el recorrido de las páginas propicia ir elaborando un duelo que la decisión de Lydia hizo imposible: en dos planas en las que escribió poco antes de morir ``mi última voluntad'', con su proverbial orden y previsión y en ese estilo cablegráfico en el que en ocasiones se expresaba, escribe: ``No quiero cementerio, entierro o tumba, sólo cremación y si es posible sin Gayosso. No aviso en los periódicos''. Yo supe de su muerte quince días después, cuando me encontré casualmente en la explanada de El Colegio de México a su hija Andrea Guadalupe, otra Lupita, entonces estudiante del doctorado de Historia de la misma institución. Al preguntarle cómo seguía su madre y oír su respuesta no pude contener la emoción, sintiendo lo injusto que era haber escamoteado el duelo a quienes la admiramos y quisimos en vida.
En un escritor dedicado al ensayo y la crítica literaria, a la historia y el ensayo histórico, a la función pública cultural y a la diplomacia, sorprende muy gratamente esta pequeña obra centrada en los sentimientos más profundamente humanos, en la recreación de la domesticidad, en la celebración de la pareja con la que vivió treinta y dos gozosos años de vida matrimonial.
Conocí y traté a Lydia a partir de 1968, durante el año de la Olimpiada cultural, cuando José Luis Martínez era director del Instituto Nacional de Bellas Artes. Habiendo coincidido en un momento dado en París, hicimos juntos un viaje en auto para visitar Reims y tuve el gusto, en varias ocasiones, de saborear en su casa lo mismo goulash que mole, mole de olla, puchero o carnitas caseras.
Sorprendía la inteligencia y viveza de Lydia, su modo de ser transparente, directo, ajeno totalmente a los circunloquios y eufemismos a los que tan dados somos los mexicanos. En una ocasión me preguntó cuántos pantalones de montar a caballo tenía -en esa época era yo una entusiasta caballista-. Desconcertada le dije no poder responderle, y no porque su número fuera incontable sino, más bien, porque una pregunta tan inesperada y personal no podía provocar más que un extrañamiento paralizador.
A José Luis lo conocí años antes, gracias a Jaime García Terrés, Carlos Fuentes y Enrique Creel, cuando inició su relación con Lydia y vivía en un departamento tapizado de libros -si ahora confiesa tener cerca de 60 mil, entonces tendría alrededor de 20 mil libros-, frente al parque España. Jaime y Carlos me habrían de presentar a don Alfonso Reyes y a Juan José Arreola.
El trato de usted con el que mutuamente se hablaban resultaba tan gracioso como el que José Luis la llamara Lupita, una manera singular de nacionalizar a quien, siendo extranjera, confesó no tener santo que celebrar. Así bautizada, el 12 de diciembre sería también su día.
Con el tono coloquial en el que se habla dentro de la casa, con el que se refiere uno -una- a los hechos de la emotividad, del diario vivir, este pequeño relato biográfico-autobiográfico describe con amorosa unción el temperamento de ``Lupita'', su gracia y vivacidad, su honestidad inquebrantable, ``sus largas y seductoras piernas'', su atractiva esbeltez, la gracia y elegancia con que vestía, sus gustos personales, la ``relación hecha con inteligencia y cariño'' con los hijos Rodrigo y Lupita, la excelente ama de casa que fue, su sentido del orden y de la economía, el don de lenguas que la hizo dominar, además del húngaro y el alemán, el italiano, el inglés, el español y el francés e, incluso, algo del griego moderno, su afición por los juegos de azar y por la lectura, su gusto por la música y su pasión por la poesía húngara. Se refiere también a los viajes y a las estancias más prolongadas en el extranjero, cuando el escritor fue embajador en Lima, Atenas y París.
Sólo de pasada y cuando viene al caso, como puntos necesarios de referencia, el autor menciona algunos de sus propios trabajos en Ferrocarriles Nacionales, el Fondo de Cultura Económica, el Instituto Nacional de Bellas Artes o su segunda diputación en Jalisco. También de pasada nombra a ciertos amigos escritores, pintores e intelectuales, algunos de los cuales lo fueron también de Lydia: don Jaime Torres Bodet, Alí Chumacero, monseñor Octaviano Valdés -colega suyo en la Academia Mexicana de la Lengua-, Alfonso Reyes, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Joaquín Díez-Canedo, Pepe Alvarado, Fernando de Szyslo y Blanca Varela, Juan Soriano y Diego de Mesa, Max Aub, Octavio Paz, Sergio Pitol, Andrés Henestrosa, Abel Quezada, Tito Monterroso y Bárbara Jacobs.
Alguna vez, al leer un poema o un libro, he pensado que me habría gustado haberlo escrito. Con Recuerdo de Lupita se me ocurre que me encantaría poder haber inspirado una obra semejante.