Hay una dialéctica interesante, pienso, en la referencia a los Estados-nación y la mundialización económica (globalización, le llaman otros autores) que caracteriza a la fase actual del capitalismo. Una diferencia sustancial debe establecerse cuando hablamos de Estados-nación: los Estados-nación de los países propiamente desarrollados, los que sostienen, protegen y aseguran a los principales grupos de empresas trasnacionales y que, además, son hegemónicos en las instituciones derivadas de Bretton Woods, y los Estados-nación de los países subdesarrollados y de los que, formalmente, se ubican en el primer mundo sin pertenecer realmente a éste.
Esta diferencia no era igual en los años posteriores a la segunda Guerra Mundial, ni siquiera en los años 60. En aquella época las empresas trasnacionales buscaban países en los cuales invertir, y dichas inversiones, dirigidas en gran medida a la producción y a la comercialización más que a la especulación monetaria, eran diferenciadas, por zonas económicas internacionales e intranacionales. Así, por ejemplo, con el apoyo del Plan Marshall (1947 y años siguientes), se escogió a Europa occidental para la inversión en bienes de capital y de consumo duradero, y en esos mismos años algunos países de América Latina (México, Argentina y Brasil, principalmente) para bienes de consumo no duradero y para extracción de materias primas. Posteriormente, mediante la Alianza para la Producción (1961 y años siguientes), fueron escogidos los mismos países de América Latina y otros en segundo lugar (Chile, Colombia, Venezuela) para expandir la industria manufacturera con tecnología que en Estados Unidos, para el caso, no era ya adecuada para la competencia mundial.
El modelo imperialista de los años 50 y 60 no intentaba romper con la unidad constitutiva de los Estados-nación, sino que se trataba de que en cada uno de éstos hubiera condiciones para una clara ubicación en la división del trabajo mundial y que se eliminaran, internamente, los obstáculos existentes para la expansión de las empresas trasnacionales y del capital en su conjunto basado en la industria manufacturera como eje. Los obstáculos existentes fueron, en general, la pobreza, la estrechez del mercado interno por bajos salarios, la supervivencia de un amplio sector rural fuera de la economía monetaria y de la producción mercantil, la competencia de productos industriales producidos en las metrópolis a precios más bajos que en la periferia, y la ausencia de comunicaciones suficientes que facilitaran la rápida comercialización de la producción. Los Estados y sus respectivos gobiernos debían ser fuertes para impulsar las medidas necesarias para abatir tales obstáculos. El populismo ya no era funcional para la expansión del capital, pero sí un alto grado de intervencionismo estatal con dosis necesarias de autoritarismo, incluyendo dictaduras militares, para garantizar esas condiciones.
El modelo imperialista de los años 70 y siguientes, cuyo primer experimento en América Latina fue Chile y su dictadura militar, es diferente, porque diferentes fueron y son sus bases determinantes. El eje de la acumulación es el capital financiero (que no excluye industrias y servicios), las naciones poco importan, como tampoco regiones en cada país. El papel del Estado es mucho menor (reducido al mínimo) y los gobiernos sólo pueden ser fuertes hacia el interior de sus países y hacia las capas subordinadas de la población. En este modelo no importan los que antes se denominaban obstáculos para el desarrollo acelerado de la industria manufacturera, puesto que ésta no es más el eje de la acumulación. Por lo tanto, la ampliación de los mercados internos de los países subdesarrollados, el crecimiento industrial hacia adentro y la infraestructura generalizada para la producción y la comercialización dejaron de ser prioritarios y el énfasis se puso en la incorporación de zonas rurales susceptibles de convertirse en zonas de producción a escala (abandonando a su suerte a las que no tuvieran esta característica), y un Estado suficientemente interventor en un rubro concreto: los salarios.
Todo lo demás, inclusive la educación, la capacitación de la fuerza de trabajo y la infraestructura de comunicaciones y de energía, pasaría al ``libre'' juego del mercado y, por lo tanto, al ámbito de los capitales más fuertes. En una palabra, un ataque directo a la unidad constitutiva de los Estados-nación y a las economías nacionales.
De aquí que entender la diferencia cuando hablamos de Estados-nación y de mundialización de la economía (que no es tal, puesto que excluye a regiones de países, a países enteros y a amplias zonas en cada país, según el caso), no es un ejercicio académico, sino una aproximación al diagnóstico de nuestro tiempo como paso obligado para la estrategia que los pueblos excluidos o en vías de exclusión deberán elaborar para sobrevivir.