El anuncio oficial que el gobierno hará próximamente de que el producto interno bruto (PIB) creció un 5 por ciento en el segundo trimestre de este año podría dar la impresión falsa de que la economía comenzó a recuperarse; o peor aún, de que la crisis llegó a su fin. En realidad se trata apenas de un dato estadístico significativo, pero insuficiente para revertir el deterioro dramático de los niveles de vida que ha sufrido la población desde la devaluación del peso en diciembre de 1994.
El propio presidente Ernesto Zedillo reconoce que ``va a tomar tiempo'' para que los mexicanos sientan los beneficios de esta recuperación a nivel familiar y personal. Los niveles de ingreso que gozaba México a fines del sexenio anterior no se alcanzarán hasta 1998 ó 1999 o, incluso, hasta finales del siglo. Para entonces, sin embargo, la crisis y el ajuste provocado por el gobierno en este sexenio habrán causado daños irremediables en algunas regiones geográficas del país y entre ciertos sectores de la sociedad para los cuales la recuperación será, a lo más, una cuestión esencialmente académica.
Esto es porque la recuperación es un resultado secundario, no un objetivo primordial de la política macroeconómica. Desde un principio la estrategia para salir de la crisis ha estado dirigida al pago puntual de las obligaciones financieras del gobierno. Las demás variables socio-económicas se subordinaron a este esfuerzo, y este esfuerzo se ha convertido en el motivo rector del sexenio. Bajo esta lógica se liquidaron primero los Tesobonos que, el día de la devaluación del peso, sumaban cerca de 30 mil millones de dólares; se pagó anticipadamente el préstamo extraordinario del Tesoro estadunidense, y se ha continuado cumpliendo fielmente con el servicio de la deuda exterior.
Para alcanzar estos fines el gobierno mexicano se comprometió a instrumentar un programa recesivo que durara el tiempo que fuera necesario pues, dice el presidente Ernesto Zedillo, ``no se pueden quemar etapas'' en el proceso de recuperación. Como resultado, el año pasado el gobierno provocó una caída de 7 por ciento en el PIB; una disminución sin precedentes en la historia moderna de México. En ese periodo el salario se redujo a un porcentaje de su valor original y se perdió cerca de un millón de empleos. La crisis, sin embargo, no se limita a estos cálculos estrictamente aritméticos.
El incremento de la fuerza laboral desempleada (o subempleada) tiene repercusiones irreparables en ocasiones sobre los niveles de bienestar de ésta y las siguientes generaciones. La creciente demanda por trabajo se ha canalizado al sector ``informal'' de la economía y, en un número cada vez mayor de casos, hacia la delincuencia y el descontento social. Por eso para la mayoría de la población, la recuperación de la economía es apenas un dato estadístico y, por lo mismo, insuficiente para aliviar los problemas sociales acumulados en todo este tiempo.
El modelo dominante está fincado en el supuesto de que los signos financieros de recuperación son ejemplificativos de la realidad económica más amplia. Pero esto no es necesariamente cierto. En relación al estado que guarda la situación socio-política de México, una mejoría en los indicadores macroeconómicos no permite anticipar por sí misma una salida real a la crisis. Al contrario, existe el riesgo de que al confundir la recuperación del modelo con la recuperación de la población las políticas económicas del gobierno terminen consolidando los rasgos más inequitativos del capitalismo neoliberal.Por ello, una lectura oficial sobre el desarrollo de la crisis que se contente con anunciar la recuperación del país, impide elaborar estrategias para atender los problemas más apremiantes que aquejan a la sociedad. Pero extender la política restrictiva indefinidamente con el fin de evitar que la economía vuelva a caer en una situación de ``vulnerabilidad'' encierra un riesgo igual de peligroso: hacer inalcanzable la recuperación para la mayoría de la población para siempre.