La muy larga, desgastante y por fortuna desgastada disputa entre el dramaturgo y el director escénico toca a su fin con el regreso de los grandes directores al texto que sustenta sus escenificaciones: en todo caso, en estos momentos, se puede hablar de buena o mala lectura de una obra. Otra discusión se avizora, aunque los teatristas no la han puesto puntualmente en el tapete; hace unos meses, José Caballero me comentaba la necesidad de que cada artista defina lo que entiende por realismo, por realidad en escena. Tiene razón Caballero y, de aportar su sapiencia los autores y los directores que se convierten de algún modo en teóricos al reflexionar acerca de su oficio, muchos términos que ahora usamos se verían subvertidos.
Por ejemplo, lo que queremos decir con teatro convencional. Se me ocurre que textos y montajes realistas son menos convencionales que otros que evaden o quieren evadir los convencionalismos escénicos. Me gustaría ejemplificar con Mar blanco esta idea que apenas se me apunta muy rudimentariamente. Susana Robles se basa en una novela de Margueritte Duras para elaborar un drama que estiliza casi hasta la abstracción, mucho más allá de la ambigüedad que presentan muchos otros excelentes dramaturgos mexicanos (y que podría llevarnos a esas muy necesarias reflexiones acerca del realismo que ya algunos, como Vicente Leñero, matizan en cierta forma cuando tratan el tema).
Para lograr un cierto ``ambiente Duras'', la dramaturga violenta los cánones y establece muchas y nuevas convenciones. Trataré de explicarme. En un texto de los que llamamos convencionales, es decir que narren dramáticamente una historia creíble con personajes bien delineados, la única convención que se establece para el espectador es que se acepte que esa realidad recreada por el arte pueda ser un espejo vigente de la realidad; lo mismo ocurre con la escenificación, que requiere de muy pocas decodificaciones. El otro teatro, al que llamamos poco convencional, en realidad está lleno de convenciones, es decir, de código diferentes que el montaje estable con el espectador.
Susana Robles, en esta interesante obra, nos bombardea con una gran cantidad de convenciones. El espectador debe entender puntos de partida alejados de cualquier realidad para aceptar lo que se narra. Una habitación vacía en un lugar junto a la playa, de la que nunca se explica a quién pertenece. Dos personajes sin historia reconocible, ni nombres siquiera. El, un homosexual que se enamoró de manera instantánea del amante de ella --que desapareció por alguna razón nunca explicada--. Ella, que se enamora de la fragilidad del homosexual y de su tristeza, aunque se nos apunta como una masoquista (los masoquistas son seductores por la fuerza más que por la vulnerabilidad). Todo apenas en unas cuantas horas, que convierten al homosexual en amigo de la mujer. Como se advierte, para que la historia tenga un mínimo de interés, hay que aceptar los convencionalismos a que se sujeta la autora, lo que nos regresa al inicio de esta reflexión.
Por otra parte, el texto pide muchos elementos difíciles, aunque no imposibles, de escenificar y, sobre todo, una serie de ambigüedades sexuales en los personajes. Ella debe parecer casi un muchachito. El, todavía tiene rastros del maquillaje de la noche anterior. Ella es dura y fuerte, mientras que El es frágil y llora en muchas ocasiones. Los escarceos sexuales entre ambos llevarán a la comprensión y a algo muy parecido al amor, o por lo menos a la unión de sus dos soledades, ya que no pueden separarse ``después de lo que han vivido''. Y uno se pregunta qué es lo que han vivido juntos, a no ser la cercanía de los cuerpos de dos seres inidentificables.
Sandra Félix, quien tiene en su haber dos escenificaciones excelentes, esta vez no encuentra el tono de la obra y ofrece una lectura casi ritual, despojando a los de por sí desposeídos personajes de toda condición previa. Añade abstracción a la abstracción, lo que sin duda se debe a la falta de calidad de los actores con que cuenta y a pesar de que en sus anteriores montajes se había revelado como una muy buena directora de actores. En Víctor Carpinteiro no podemos reconocer a ese triste homosexual abatido por la soledad y el desamor; recita, y mal, sus parlamentos y sigue en todo las reconocibles acotaciones de la dirección. Irela de Villiers, menos lamentable como actriz, tampoco logra los matices de Ella. A pesar de la escenografía y la iluminación de Philippe Amand, que tienen la calidad acostumbrada, y a pesar de lo que podría haber de interés en el texto de Susana Robles, la suerte de esos dos personajes nos tiene sin cuidado.