La Domitila puso en el suelo chimalhuaquense a su nieto --un niño desnutrido que se tambaleó como tente-tieso sobre sus piernas de alambre--, enseguida, ciega de cólera, crispó los puños a la Olivares y se encaró con la Eusebia, su vecina.
--¿Qué es lo que dice vieja jija de su madre?
--La verdad.
--¿La verdad?, ¡pues tome su charro de verdad!
Y con el grupo de vecinas por público, la Domitila cayó sobre la Eusebia que la esperaba lista para el agarrón.
Las vecinas, asidas de las trenzas y alumbradas por la tibia luz del sol en el ocaso, semejaban dos furias vomitando mentadas y excitadas por el resto del vecindario.
Caían al suelo enchapopotado por los golpes; las coreaban los niños; de las casas salían más vecinos, avisados por el desmadre. Los hombres pasivos sonreían ante el bullicioso espectáculo... y en un momento, la lodosa e inundada calle de un extremo a otro quedó convertida en un extenso patio de manicomio.
Entre tanto, el nieto desmirriado y piel de cacahuate garapiñado rojo, contemplaba con ojos de inconciencia estupida la bronca de las viejas que seguían en la hora de las cachetadas. Todo el mundo gritaba poco a poco. Lentamente la bronca se popularizó y se inició una campal. El pánico se extendió por la Nueva Chimalhuacán, aparecieron las pistolas y cuchillos. La gente empezó a correr asustada cuando aparecieron los azules en destartalada y ululante patrulla.
¡Denles en su madre por maricones! ¡Denles, duro, uuuleros...! gritaban los moradores de la Nueva Neza.
Al mismo tiempo que los gendarmes salían por refuerzos. ¡Alto, ya párenle! gritaban, hasta que algunos dispararon al aire sus rifles.
La Domitila, noqueada, tenía la cara ya como mapa geográfico y sus blancos cabellos parecían hilos de una red. La Eusebia tenía el ojo izquierdo --parecido al de Julio César Chávez en su último combate-- como berenjena y las nalgas rojas y descubiertas por los manazos y patadas voladoras que le propinó la Domitila. Los vecinos por el mismo tenor, tenían golpes y cortes por todo el cuerpo.
El azul preguntó una vez calmada la bronca. ¿Ton's qué pasó? Yo les contaré, dijo un vecino, limpiándose el mole que le escurría por boca y nariz.
Ese les contara lo que quiera, interrumpió la Domitila, pero la verdad es que la Eusebia...
¡Vamos a la delegación! dijo el azul...
¡Vamos! dijeron las vecinas, cargando otra vez la Domitila a su escuálido nieto...
Al anochecer, cuando la Domitila se lavaba los arañazos y se ponía hielo en los moquetes y el nieto como un gato inquieto se revolcaba en las lodosas piedras, llegó doña Trini, su comadre, y le preguntó: ¿Poss qué pasotes mi tocadiscos?
--¿Qué le dijo o qué le hizo esa vieja jija de su madre?
A la Domitila se le llenaron los ojos de lágrimas. Conmovida, extendió los brazos hacía el desnutrido nieto que se caía al no poder sostener sus torcidas piernas, y tomando aquella cabezota yucateca de monstruo, con los saltones ojos, sombreada por dos orejas extendidas como alas de murciélago, exclamó enternecida:
--¡Mira que haberme dicho, que este bomboncito está desnutrido!