Ayer, en Puebla, una clara disonancia en los discursos del gobernador poblano, Manuel Bartlett, y del alcalde de esa ciudad, Gabriel Hinojosa Rivero, de origen panista, dio motivo al presidente Ernesto Zedillo para formular un mensaje político que debe considerarse en su importancia. Tras escuchar las quejas del edil por las ca rencias del ayuntamiento que encabeza, y luego de presenciar las muestras de hostilidad de que fue objeto el panista por parte del gobernador y de su equipo, Zedillo exhortó a la tolerancia, instó al respeto de la diversidad política y llamó a quienes ocupan cargos de elección popular a actuar con independencia respecto de sus orígenes partidistas.
Este señalamiento, que en un contexto de hábitos democráticos ha bría sido obvio e innecesario, resulta pertinente en nuestra vida política, porque en ella el pluripartidismo real es aún un fenómeno reciente y porque la coexistencia de representantes y funcionarios de diverso signo político es vista como una si tuación de excepción, y no como parte de una deseable normalidad institucional, producto del ejercicio de un sufragio efectivo y selectivo.
A pesar de los siete años transcurridos desde la primera ocasión en que un partido opositor ganó una gubernatura estatal, y cuando por primera vez en nuestra historia moderna uno de los miembros del gabinete proviene de un partido diferente del PRI, persisten en el país visiones hegemónicas y unanimistas del ejercicio del poder público, y en diversas entidades --como es el caso, precisamente, de Puebla-- los municipios gobernados por miembros de Acción Nacional y del Partido de la Revolución Democrática suelen enfrentar una discriminación presupuestal, una acotación de sus atribuciones y, en general, un trato diferente por parte de los ejecutivos estatales respecto del que se otorga a ayuntamientos presididos por priístas.
La utilización del poder público con criterios partidistas y patrimonialistas no debe tener cabida en ninguna parte del territorio nacional, en ninguno de los niveles del Estado. Hasta ahora, y por fortuna para la convivencia y la tolerancia, tales prácticas no han ocurrido en una escala significativa entre la Federación y los estados gobernados por la oposición, pero desgraciadamente no puede decirse otro tanto en el ámbito de los ejecutivos estatales y los municipios presididos por opositores.
El asunto obliga, por otra parte, a referirse al tema de la forma en que los funcionarios electos deben comportarse en relación con las formaciones partidarias a las cuales pertenecen, un tema que no parece haber sido agotado con la promesa del actual Presidente de conservar una ''sana distancia'' respecto del partido que lo postuló.
Si en muchas democracias consolidadas se considera normal que los representantes populares realicen actividades proselitistas, y ello no resulta incompatible con el ejercicio de sus cargos, en México, donde apenas se está por salir de un prolongado periodo histórico de partido de Estado, después de siete décadas sin alternancia en el poder y tras una pesada historia de oficialismo y de fusión del aparato partidario con la administración pública, parece necesario avanzar en una normatividad que acote las actividades partidistas desde los puestos gubernamentales.