Manolo Martínez brilló esplendoroso en el ruedo de la Plaza México los últimos 30 años. Brilló en tardes de toros negros a los que cantaba su poesía enmedio del redondel. Los aficionados al arte torero lo contemplábamos absortos al gritarle los olés más largos que se hayan escuchado en su plaza. Su toreo tenía bellas y misteriosas ondulaciones en los pases naturales que surgían como timbres musicales de su muñeca. Los remates de sus pases fueron lo más estético, más hondo y más torero que dio el toreo en México.
Manolo Martínez toreó a los toros con el pulso de sus muñecas en el espacio inmenso en la Plaza de sus grandes triunfos; la México, que lo idolatró. Sus pases naturales se encadenaban de colores azules, rojos, amarillos, y formaban un arcoiris sobre el sol que aparecían como rajada de la naranja torera. Pases que fueron olas de mar inquieto que pasaban y repasaban sin detenerse. Pases que giraban como reboleras, ¡arrebol de los arreboles albertinos!, y formaban figuras espléndidas. Pases con los que cambiaba el viaje de los toros y terminaban con el pase del desdén con el que inmortalizara a tantos y tantos toros.
Manolo Martínez fue el torero que en sus grandes tardes era la naturalidad misma, ¡torería y hondura! Dotado de poderes naturales y sobrenaturales, con una intuición única del sentido de la distancia con los bureles. En el vibró el espirítu desmanejado del pueblo mexicano, que es el pueblo de cualquier país. En su toreo desganado se expresaba el dolor hondo de los miserables. El ¡ay! desesperado de los desarrapados y los sangrientos del mundo. Ese ¡ay! que lo acompañó en su lecho de muerte, dándole una larga torera al último toro que lidió de feas hechuras, cornalón, pinta de hígado lacerado y arterias duras que se apagaban.
Manolo Martínez fue el torero de México que paseó su arte de milagrería por las plazas del mundo; Madrid, Sevilla, Bilbao, las plazas del sur de Francia y las de Perú, Colombia y Venezuela. Sus chicuelinas irrepetibles con las manos muy bajas metían a los toros a las entrañas de los ruedos. Capote de orfebre el de Manolo que buscaba la muerte y jugaba con ella. Su cuerpo, lleno de cornadas, fue religioso y hablaba de su búsqueda de la muerte. Un toro de nombre Borrachón casi lo consigue y sólo un milagro lo sacó de la tumba. La muerte fue el signo de su torería, fatalismo y misterio, hasta encontrarla, ¡quién lo iba a decir! en un hospital estadunidense, fuera del murmullo de las plazas, los olés, el cante y los pasos dobles de las plazas de toros y su posterior rasgueo de guitarras y cante por soleares o bulerías.
¡Qué solo y qué triste se debió quedar Manolo que sabía su muerte! En su soledad, al vivir los aleteos de la muerte, fuera ya de este mundo, debió escuchar por última vez esos gritos de ¡torero, torero, torero! que escuchó tantas tardes y ¡por fin! lo hacían sonreír y perder ese su característico gesto duro y grave que hablaba de la muerte. De la vidamuerte, como algo muy serio y muy hondo, y muy torero, ¡adiós, Manolo!.