Me imagino que en la gloria, en algún lugar, los viejos aficionados que ya no pertenecen al mundo de los vivos estarán apretujados en busca de una localidad para ver partir plaza, montera en mano, con el rostro norteño altivo y la mirada escrutadora, al más grande de los toreros mexicanos de todos los tiempos. Aquí abajo, quienes nos quedamos, sólo lo vimos partir. Manolo Martínez, inmortalizador de tantos toros --¿quién no se acuerda de su perfecta lección a Amoroso y de su encastado trasteo a Jarocho?--, dijo adiós a su historia de maestro grande de la tauromaquia. Lo hizo con la discreción habitual en él, sin dar lástima ni prolongar pena. Igual que sobre las arenas en donde jamás pidió un aplauso gratuito: todos los ganó con su entrega y con su arte.
Para mí Manolo es signo de aquella juventud que nos obligaba a partir a las carreteras en busca del milagro de la torería. Motor de emociones inagotables y de pasiones a flor de piel. Es signo y ejemplo; artista y señor. Le seguí por muchas plazas, desde su reinera Monterrey, en donde el cerro de la Silla debe haber quedado sin jinete, hasta ``su'' plaza, la México, en donde tantas veces colmó de olés y vítores sus atiborrados tendidos. Nadie como él para parecer desdeñoso ante el peligro. Nadie como él para conducir con dulzura, con laxitud que era fusión de razas y de carácter, las acometidas del morlaco.
La fiesta brava le llora. Le lloramos todos los que no hemos podido apartar de nuestra memoria, y jamás lo haremos, la imagen magnífica del supremo alfil regiomontano citando a chicuelinas o encelando al burel para desgranar el pase del desdén tan soberano como su tierra y bajo el candente corrido de Monterrey, todo un himno a su toreo aterciopelado, exacto, perfecto.
Cuando me preguntan si fue el mejor, sólo me remito a la nostalgia. Con un sólo gesto fue capaz de derribar a los jueces de plaza ahítos; con un ademán pudo sobreponerse a los reventadores; con su decisión logró escalar la cumbre del toreo. Fue un ejemplo del carácter que se impone a las vicisitudes. Por eso no pudo parecerle amarga la muerte, su compañera de tantas tardes, en este atardecer de agosto, el mismo mes que se llevó, hace 49 años, al Monstruo de Córdoba. Dos Manueles, dos mundos, dos historias.
¡Adiós, torero grande! Contigo se van, también, aquellos olés retumbantes, a veces secos y en ocasiones largos como el pausado airear de tu muleta. También se va la personalidad avasalladora que llenaba los cosos y provocaba el alarido. Se marchan, para siempre, el gesto viril frente a los puñales de los toros, la casta que no admitía ni daba cuartel, la hombría del bien para pelear en el ruedo y fuera de éste contra los marrojos humanos.
Sí, alguna vez me lo dijiste:
-- En los ojos de los toros veo mi destino.
Jamás temiste a la muerte, jamás te doblegó el miedo. Sea este recuerdo, artista excepcional, el que te acompañe en esta hora final en la que tantos partidarios, con el corazón apretado, sólo podemos gritarte, como en tantas tardes de gloria, ¡torero, torero!