La reforma constitucional federal ha dado respuesta a muy diversos reclamos. No obstante, una vez resueltos esos, surgen otros. Es natural, porque en la política, como en la vida, no hay estaciones terminales (salvo la muerte). Pero parece pertinente detenerse en algunas exigencias nuevas para evaluar su pertinencia o impertinencia.
Tengo la impresión, por ejemplo, que tras el reclamo de las llamadas ``candidaturas independientes'' se esconden varios supuestos que en nada contribuyen a la construcción de un auténtico sistema de partidos políticos, condición necesaria para la existencia de una democracia mínimamente sustentable.
La contraposición entre ciudadanos ``independientes'' y partidos, no sólo omite una obviedad tan grande como Rumelia Oriental, que los segundos están integrados por ciudadanos, sino que además especula con una tendencia en boga, no sólo en nuestro país sino en distintas latitudes, y que consiste en construir un discurso ``antipolítico'' que hace política descalificando a los instrumentos de la política democrática (partidos, parlamentos, políticos). Explotando un arraigado y multifacético desafecto social hacia esos instrumentos imprescindibles de la mediación política, se ofrece retóricamente su superación a través de liderazgos impolutos, no contaminados, ``auténticos'' representantes de la sociedad.
¿Pero qué son esos liderazgos, esas candidaturas independientes, si no partidos que no se atreven a decir su nombre? Es decir, si un ciudadano quiere ser presidente municipal, gobernador o presidente, diputado local o federal, senador o asambleísta, por la vía del voto, está obligado a tejer una red de relaciones, contar con un diagnóstico y una plataforma, una oferta y un ideario, un núcleo de activistas, una mínima estructura organizativa, etcétera, es decir, contar con los elementos que conforman un partido y actuar como un partido. Se puede tratar de mini o maxipartidos, de gérmenes de partidos o de potentes agrupaciones, pero llama la atención el afán de no asumirse como tal (es decir, como una parte organizada de la sociedad que legítimamente lucha y trabaja por ocupar los cargos ejecutivos o legislativos, que no otra cosa son los partidos en un régimen democrático).
Pero además, el tema debe evaluarse en un contexto específico, y la pregunta ineludible es, ¿contribuirían esas candidaturas independientes, esos minipartidos que no se asumen como tales, al fortalecimiento de un sistema de partidos necesario para la edificación democrática? Y mi respuesta es no. Porque precisamente en el momento en el que el país, luego de un largo y complicado proceso, se acerca a algo parecido a un régimen de partidos, le estaríamos haciendo un flaco favor al proceso de agregación de intereses, de construcción de referentes, de organización. O para decirlo de otra manera, no es lo mismo inyectarle ``candidaturas independientes'' a un sistema de partidos, rígido, consolidado, impermeable, que a otro en construcción, aún asimétrico, falto de consolidación. En el primer caso pueden inyectar vientos renovadores, en el segundo erosionarán lo que se encuentra en su etapa germinal.
Ahora bien, ¿lo anterior debe leerse como parte de una operación política para cerrar el acceso a nuevas opciones políticas? Por supuesto que no. El que franjas considerables de ciudadanos no se identifiquen con ninguno de los partidos políticos existentes debe llamar a que las puertas para el arribo de nuevas o renovadas ofertas se mantengan bien abiertas, e incluso debe propiciar la aparición o reaparición de formas jurídicas que pueden encauzar las ganas participativas de la sociedad.
Es decir, creo que la reforma legal electoral debe mantener requisitos mínimos para que fuerzas políticas emergentes puedan acceder a la contienda electoral, manteniendo el criterio de que el voto decida cuáles de esos partidos permanecen y cuáles se van. Ese es un criterio central que no deberíamos olvidar. Es decir, que la persistencia de un partido en el escenario institucional debe estar sujeto a las adhesiones ciudadanas que logre en las elecciones, criterio básico para preservar lo realmente representativo y cortar el círculo de la simulación. Si a ello además se suma la figura de las asociaciones políticas, es decir, organizaciones con menor implantación que los partidos, que cuenten con ciertas prerrogativas y con la posibilidad de aliarse con algún partido para postular candidatos conjuntos, las vías para la participación se verán ampliadas y reforzadas, y las asociaciones pensadas así no vendrán a desgastar lo que apenas se encuentra en construcción (el sistema de partidos), sino a fortalecerlo.
Y ello puede y debe complementarse en las legislaciones electorales locales con las figuras de los partidos y las asociaciones políticas regionales, lo cual en conjunto puede coadyuvar a construir un sistema de expresión y representación de la pluralidad auténtico, diversificado, denso. De tal suerte que las fuerzas políticas realmente existentes encuentren cauce de expresión desde el municipio hasta las elecciones federales.
Se trata, entonces, de diseñar un cuerpo normativo que al mismo tiempo que permita la emergencia de nuevas ofertas políticas no dinamite lo que, en nuestro caso, sigue siendo una aspiración que lentamente se cumple: un régimen de partidos capaz de sustentar la vida democrática. Porque hay que repetirlo, no se conoce en el mundo democracia sin partidos.