El gobierno laborista de Israel había tratado de crear las condiciones mínimas (naturalmente, no las deseables) para la paz con los palestinos. Ellas incluían la congelación de los asentamientos de los colonos derechistas en las tierras árabes y una retirada de las fuerzas militares de Israel de las zonas que pasarían a la administración de los palestinos. Sobre esta base, la OLP y Yasser Arafat habían firmado la paz y cambiado incluso la Constitución palestina para eliminar las referencias a Israel como enemigo y aceptar el principio de la existencia de dos estados (uno de ellos, miniestado) en las tierras palestinas.
Al aceptar esas concesiones, Arafat apostaba a dos factores: la comprensión de los laboristas de que a Israel le conviene cambiar territorios por paz y la supuesta decisión de Estados Unidos de pacificar la región, al tomar conciencia de que, con el fin de la guerra fría y la actual desunión árabe, la existencia de un bunker estadunidense en la zona (Israel) no era tan útil como en los años de la competencia política y militar con la URSS.
Pero surgió lo inesperado: la ultraderecha, dirigida por Benjamin Netanyahu, triunfó (por un pelo) en las elecciones israelíes. Y Arafat se encontró de nuevo frente a ministros fascistas, como Ariel Sharon, el verdugo de Sabra y Chatila, los campamentos de refugiados palestinos en el Líbano, el cual ahora está a cargo del ministerio israelí que se ocupa de los asentamientos y del agua. O sea, está de frente a la agresión permanente y a la humillación. El ejército de Israel sigue allí y ahora el gobierno de Israel, contra múltiples resoluciones de Naciones Unidas y la casi totalidad de los estados, que sostienen que Jerusalén, ciudad árabe sagrada para las tres religiones del Libro, no es ni puede ser la capital de Israel, cierra ilegalmente las oficinas personales en esa ciudad de un representante palestino elegido por la población de la misma y mantiene su ocupación en los territorios que habría debido abandonar.
Por si esto fuera poco, Israel exige a las autoridades palestinas que repriman la protesta de la población (y de los grupos de izquierda, islámicos o terroristas que se desarrollan en el caldo de cultivo preparado por Sharon y Netanyahu).
Arafat no puede ser el mariscal Pétain, que trabajaba para la ocupación nazista reprimiendo a la resistencia francesa con tal de mantener un simulacro de poder. Su base es otra. Netanyahu lo sabe, pero trata de desgastarlo al máximo, para que la sucesión del líder de la OLP se produzca en el caos y el desgarramiento entre los palestinos y se dificulte la reacción árabe, que es inevitable. Confía en ganar tiempo antes de un futuro choque con los árabes, a los cuales acorrala y provoca, cerrándoles todo camino para una solución pacífica y negociada.
Netanyahu cuenta firmemente con el respaldo de Estados Unidos, sobre todo en este periodo electoral en el cual Clinton compite con los republicanos en quien asume peores posiciones derechistas y agresivas tanto contra Cuba como en el campo económico y social o en el Cercano Oriente. Y, naturalmente, cuenta también con el control que Washington ejerce sobre la gran mayoría de las capitales árabes y particularmente sobre las monarquías. En buena parte la actual presión antiraní busca hacer que Ryad y los emiratos cierren los ojos ante lo que hace Tel Aviv a cambio de la protección contra Teherán, Bagdad, el integralismo islámico y la protesta nacional árabe.
Pero esa política estadunidense e israelí está fomentando el radicalismo integralista (que es una expresión salvaje y retrógrada de la protesta contra la opresión nacional y social y la alianza entre los mismos gobiernos árabes y los opresores internacionales). O sea, que Washington y Tel Aviv están creando una potente bomba de tiempo social y religiosa y una unidad islámica hasta ahora inexistente. Preparan de este modo la Djihad, la guerra santa que, en este caso, significará nuevamente una permanente intifada o seminsurrección popular palestina unida al peligro constante de guerra en la región.
La tarea de impedir ese trágico resultado corresponde a la mitad más consciente de Israel (que votó contra la derecha y los partidos ultrarreligioso) y a todos los interesados, en el resto del mundo, en acabar con la violencia y a cerrar el camino a todos los fanatismos político-religiosos que están caracterizando nuestro tiempo.