COLOMBIA, ENTRE EL HAMBRE Y LA DROGA

En Colombia los campesinos productores de coca se movilizan, como los de Bolivia, contra la política de erradicación de ese cultivo tradicional de la cultura andina. El gobierno esgrime el poderoso argumento del interés general, o sea, la defensa de la salud pública afectada por el consumo de drogas y, por supuesto, la preservación de la seguridad política, en peligro por el lazo cada vez más estrecho que existe entre el narcotráfico e importantes sectores del Estado. Y, por lo tanto, para acabar con la acusación de que el país es una narcodemocracia y responder a la exigencia de Estados Unidos de terminar con lo que Washington considera es el nuevo Imperio del Mal, el Estado colombiano se ha lanzado a un programa de extirpación manu militari de la producción cocalera y se niega a conceder plazos a los campesinos, que piden que las medidas se apliquen de modo gradual y que les den una alternativa económica, sosteniendo el también legítimo argumento de su derecho a la supervivencia.

De este modo el derecho colectivo a vivir libres de la droga y de la delincuencia ligada a ésta se opone al derecho de una comunidad de trabajadores a vivir de un trabajo que muchos de ellos no desearían realizar. Habría que recordar al respecto que la demanda precede a la producción y la organiza. O sea, que el verdadero combate contra la droga se debe librar allí donde se la consume (es decir, en el Primer Mundo y en los sectores de Primer Mundo que viven enquistados en las economías dependientes), porque reducir la produc-ción en el lugar de origen sólo llevará, como en el caso de cualquier otra mercancía que tenga una fuerte demanda, al aumento del precio del producto y al reforzamiento de los clanes del narcotráfico y una mayor ganancia de quienes lavan el dinero, incluidos los bancos. Acaso no ha sido clara la experiencia del prohibicionismo en Estados Unidos mismo?En segundo lugar, es necesario tener presente que la coca, en las zonas andinas, durante siglos ha sido parte de la vida normal y que el narcotráfico es a la producción de coca lo que un cáncer a un órgano sano y, por lo tanto, no se puede erradicar totalmente una producción que tiene inclusive aplicaciones médicas legítimas y necesarias.

Además, para responder a las acusaciones de Washington de que el gobierno colombiano está relacionado con los exportadores de estupefacientes, no es posible condenar al hambre a decenas de miles de familias campesinas pobres (que no tienen nada que ver con los narcotraficantes aunque les vendan parte de su producción) y que habitan vastas regiones del país, donde prácticamente no existe otra agricultura comercial. Si los cultivos de sustitución han fracasado (como en el caso del café o de los cítricos) ello se debe a que el precio de esos productos varía mucho en los mercados mundiales y nacionales y a que los intermediarios y fleteros explotan a los campesinos de esas zonas alejadas de los mercados, mientras que los narcotraficantes compran la coca al contado, a precios altos y fijos, y los retiran directamente en punta de campo. Por qué no asegurar precios fijos, superiores a los del mercado, por productos legítimos de remplazo, dedicando a esas subvenciones las sumas enormes empleadas en la represión militar, separando así a quienes cultivan coca porque deben vivir, de los que lo hacen porque quieren lucrar con la muerte ajena? Así se debilitaría a la vez el poder de los barones de la droga y el de los policías y militares, muchas veces ligados a ellos, sin tener que condenar a los campesinos a optar por el hambre o por el delito.