Leí por ahí que el año pasado se remodeló y se inauguró el Museo Colette. Se trata de un castillo del siglo XVII en la pequeña población de Saint-Sauveur-en-Puisaye, en Borgoña, la región Este de Francia donde nació y creció Colette. Amueblar y ambientar el castillo no fue tarea fácil, ya que el legado de la familia consistía apenas de una docena de muebles, veintitantos objetos y nada más cien libros. Pero la encargada de crear con esto el museo había conocido a Colette. De ahí que a ella, Hélne Mugot, se deba la idea de haber proyectado sobre el piso una fotografía del cielo de Puisaye. Colette habló de Puisaye en sus libros, pues, dondequiera que estuviera, llevaba dentro su paisaje, es decir, su propio pasado, así viviera en París ante el Palais-Royal, en el departamento en que, a los 81 años, murió.
Que aquel paisaje fuera inolvidable para Colette, la condujo a procurar hacerlo inolvidable para otros. Por lo menos, para lectores afortunados. La riqueza de una autobiografía lograda radica en que, quien la lee, termina por querer que hubiera sido la propia, o por suponer que lo fue. Es lo que ocurre al leer La maison de Claudine.
Cuando Colette oyó por primera vez la palabra ``presbiterio'' tenía siete años de edad. La repitió para sus adentros hasta que la primera sílaba dejó de parecerle difícil de pronunciar. ¿Qué será un presbiterio? Había oído a mamá asegurar que ese presbiterio era el más alegre que había conocido. Presbiterio. ¿Qué podrá ser? Colette, feliz de haber entrado en posesión de una palabra cuyo significado desconocía, la subió consigo a la cima de la barda que separaba el jardín de su casa del patio de la granja. Sobre el borde, que era plano y amplio, hecho de teja, gritó ``Presbiterio'' al campo, sintiéndose rica dueña de semejante palabra.
Luego pensó que ``presbiterio'' era el término científico que nombraba a un caracol de rayas negras y amarillas; mejor dicho, a la concha del caracol. ¿Se llama concha? ¿Hay caparazones de caracol que sean rayados y de colores? Cuando enfrente de su mamá Colette dejó salir su secreto, se arrepintió. Al mostrarle el caracol, entusiasmada exclamó: ``Mira qué bonito presbiterio encontré''. La mamá puso fin al hechizo. ``Hay que llamar a las cosas por su nombre''. Colette tuvo que hacer grandes esfuerzos para recuperar su palabra. Hizo trizas la casa del caracol y de nuevo subió sobre la barda. Caminando de un extremo a otro, se nombró sacerdote, sacerdote de la barda; llamó a la barda su presbiterio, el más alegre que conocía.
Cuando Colette murió, en 1954, era más o menos reconocida. Elogiada por Gide, fue la primera mujer en ser presidente de la Académie Goncourt. Escribió muchos libros. Se casó muchas veces. Firmó con dos seudónimos antes de quedarse con el nombre de familia y ser simplemente Colette. Había sido actriz de cafés cantantes, y protagonista de uno que otro escándalo, cosas que fueron suficientes para hacer creer a muchos que era frívola y, en todo caso, una escritora de calidad cuestionable.
Dos muros altos de una habitación de la casa paterna, llenos de libros. La literatura clásica francesa en tomos encuadernados y leídos. Al pie, la literatura clásica inglesa. ``Lee a Dumas'', le recomendaban sus padres y hermanos; pero a Colette no le gustaban Los tres mosqueteros y no lo leía. Habla de la necesidad que experimentaba hacia los libros, los leyera o no. ``En aquel tiempo, podía encontrarlos en la oscuridad''. ``Libros, libros, libros. No era que yo leyera tantos. Leía y releía los mismos. Pero todos eran necesarios para mí. Su presencia, su olor, las letras de sus títulos y la textura de la piel de sus forros''. ``Libros bellos que leía, libros bellos que dejaba sin leer, tapiz cálido de las paredes de mi casa''. ``Perdidos, robados o dispersos, hoy podría catalogarlos. Casi todos habían estado ahí desde antes de que yo naciera''.
Por las noches, su mamá leía a Saint-Simon; no creía que hubiera libros dañinos; quería que Colette formara su propio juicio y no le escondía ninguno. El papá de Colette no permitía que sus hijos leyeran a Zola; si él lo encontraba aburrido, ¿qué interés podría despertar en los niños? Colette leía lo permitido, siempre que quisiera leerlo, y lo prohibido, quisiera o no. Así, fue formando su juicio. En los libros de Perrault prefería las ilustraciones de Doré que el texto; y por más que le interesaran las princesas, los fantasmas, las brujas, los monstruos y las sombras, sucumbía sobre todo ante los volúmenes del Diccionario de historia natural de un tal Charles Dessalines d'Orbigny.
Cuando el papá de Colette quiso hacer política, llevó a su hija con él en campaña. Según él, la estrategia para conquistar a la gente era educarla. Así, las armas con las que emprendía su misión eran el microscopio, la física, la química, la historia natural, los diagramas y las anécdotas. Quería agradar y complacer; tenía confianza en los demás, incluido su adversario. Por más que él fuera abstemio, ofrecía vino caliente a sus posibles bases, y animaba a Colette, de nueve años de edad para entonces, a que bebiera con ellas en la taberna, al final del día de campaña. Para Colette, su padre perdió porque su oponente sí era político; pero, a criterio del padre, perdió porque su esposa, la madre de Colette, al descubrir por qué la niña reía tanto al regresar a casa y de pronto caía dormida como una piedra, prohibió a la hija volver a acompañarlo.
Pero el cielo de Puisaye dio más que sustancia al recuerdo de Colette. El pasto, las flores, la tierra, la lluvia, el aire, una araña, gatos, perros, bodas de pueblo y juegos infantiles la nutrieron de belleza. Y a ésta se debe que la vida diaria y verdadera de una provincia se convirtiera, escrita, en una obra de arte.