La aparición en México de la pandemia del sida ha traído consigo, además de innúmeras tragedias y actos lamentables de la derecha, el surgimiento de fuerzas morales que el país desconocía o a las que ya no estaba habituado. Hemos sido testigos de acciones literalmente heroicas, de abnegación y desprendimientos carentes de todo protagonismo, de enfermos graves interesados vivamente en las tareas de prevención, de médicos y enfermeras comprometidos con sus pacientes, de activistas que desafían la hostilidad y van al límite en su atención a enfermos terminales, de periodistas que en un asunto tan grave se niegan a la neutralidad, un nombre como otro de la indiferencia aciaga.
Distingo a grosso modo varias etapas en la percepción del sida entre nosotros.
En la primera cunden los estremecimientos, el estupor, el miedo delirante al contagio, las explosiones de homofobia (``el cáncer lila'', castigo de Dios según el clero y eliminación de los más culpables entre los culpables), el rechazo a los enfermos, el terror de las familias, el uso irresponsable de las estadísticas.
En la segunda etapa, ante las murallas de la alarma y la desinformación, los activistas, muchos de ellos seropositivos, toman la iniciativa, crean grupos e insisten en la necesidad de suspender los juicios moralistas. Ante la pandemia el Estado se compromete y crea Conasida. Persisten sin embargo los malos tratos, los aislamientos, las expulsiones en los pueblos.
En la tercera etapa, mientras continúa la ofensiva clarical y derechista (No al condón. El sida es asunto de moral familiar), un sector importante de la sociedad se entera de pormenores de la enfermedad y suspende o aminora sus miedos irracionales. Esto, mientras en el gobierno, no obstante las presiones de funcionarios de Salud y de Organizaciones No Gubernamentales, y las estadísticas deprimentes, aún se obedece a los dictámenes de la intolerancia, con todo y su proyecto genocida. La solidaridad es comprobable (gran parte de ella proviene de la comunidad gay), y los estímulos funcionan.
En la cuarta etapa, la actual, se observa algo parecido al desánimo o la fatiga. Continúa el notable trabajo de grupos y personas, pero no se incrementa significativamente el número de activistas (muchos de los mejores han muerto), el miedo social se transforma en lejanía recelosa, los medios informativos rehuyen el tema o le dedican sólo notas rituales (el escándalo aminora), los recursos escasean o se agotan, y no se avanza sólidamente en la contemplación normal del fenómeno, para muchos todavía sinónimo del horror demoniaco.
En síntesis, se ha ido del escalofrío a un pasmo mitigado por la calidad humana de los activistas y de muchísimos familiares de los enfermos, y exarcerbado por el pavor gubernamental a la ira del clero y de la derecha política, y el crecimiento de la pandemia entre los pobres, muy claramente entre los trabajadores migratorios. Esto, en el momento en que surgen al fin, con los inhibidores de proteasa, esperanzas cautelosas pero tangibles, que requieren para serlo debidamente de la cooperación social y estatal.
A este panorama corresponde la entrega de los reconocimientos ``Francisco Estrada Valle'', en memoria del médico y activista contra el sida que hoy cumpliría 40 años. No lo conocí, y lo lamento, pero lo vi en un programa televisivo, y admiré su sencillez y su valentía. No es fácil, y no lo será por muchísimo tiempo, asumirse como perteneciente a una minoría satanizada, y hacerlo desde la posición de alguien que, como se dice en los análisis de rentabilidad social, tiene algo que perder. (Aunque algo se avanza; hace unos años estar preso en Lecumberri concedía más prestigio que ser gay. Hoy la situación varía un tanto con Almoloya).
En su respuesta a la homofobia, Estrada Valle procedió con serenidad y arrojo, y el razonamiento implícito me pareció inobjetable. ``Lo que piensen de mí sólo me interesa en la medida en que me añada información sobre mí mismo. Lo que me incumbe es lo que yo pensaría de mí mismo de no enfrentarme al prejuicio''. Y mi admiración por Francisco se acrecentó más tarde, cuando, a partir de su terrible asesinato, me enteré de su compromiso radical en la lucha contra el sida. Paradoja inevitable: el crítico tenaz de la homofobia fue también su víctima propiciatoria, con los despliegues de saña propios de quien, al asesinar a un gay, se siente triturando a quien no merece consideración alguna. (Matizo mi tesis: a juzgar por el nivel de criminalidad en el país, ya muy pocos merecen consideración).
Francisco Estrada Valle y sus dos amigos murieron víctimas de la homofobia y, luego, la homofobia, ya encarnada en la procuración de justicia, se ensañó con los amigos de los muertos, y se olvidó de aclarar los hechos. ¿Para qué? Si cerca de 80 por ciento de los crímenes no se aclara, ¿tiene sentido ocuparse de gays? Pero, sorpresiva y benéficamente, a la memoria de Francisco la honró su madre, doña Alicia Valle, que asumió con orgullo su legado y ha vindicado su elección sexual (legítima porque la ley no la prohíbe y porque jamás perjudicó a terceros), y continuado su lucha. Y en el respeto a esa memoria intervienen también sus compañeros de Ave de México, rodeados de evocaciones fúnebres que transforman en estímulos de trabajo.
Luchar contra el sida en México significa demasiado a la vez:
--Demandar una política de salud que prevenga y respete derechos de enfermos y seropositivos, y evite la voracidad de la pandemia (descrita eufemísticamente como ``endemia'').
--Exigir la acción informativa que trascienda el afán timorato y la opresión de los opositores a las campañas de divulgación que, como en el caso de las Farmacias Guadalajara, se niegan a vender condones, calificados por el nuncio Girolamo Prigione como ``instrumentos del demonio''.
--Desafiar la homofobia que quiere a toda costa ridiculizar o minimizar o cancelar cualquier proyecto o ejercicio de la tolerancia.
--Aceptar que es preciso seguir, no obstante enfermedades, carencia extrema de recursos, elementos de la desolación, hostilidades (esto en las regiones se agudiza).
--Estar al tanto de las grandes posibilidades de nuevos medicamentos a sabiendas de que por ahora, dado su alto costo, le resultan inaccesibles a la mayoría.
Los reconocimientos ``Francisco Estrada Valle'' valúan aportaciones innegables, pero, y me da gusto decirlo, es igualmente justo extender los elogios a muchos otros. Para empezar, el recuerdo de Francisco Galván Díaz, sociólogo, activista de primera línea y fundador de Sociedad y Sida en El Nacional, la publicación que encauzó lo antes disperso: respuestas comunitarias, información sistemática, debates, ensayos, búsquedas teóricas. Nadie como Galván para discutir acerbamente con las autoridades de Salud, para insistir en lo irrenunciable de los derechos humanos, para no dejarse arredrar por el aislamiento. Y se aprecia también el desempeño de Alma Aldana, activista y maestra, y de Patricia Kelly, periodista radiofónica muy poco dispuesta a que se ofrezca el cinturón de castidad como respuesta a todos los problemas juveniles) y el equipo de Letra S ahora en La Jornada, dirigido por Alejandro Brito, con la participación de Carlos Bonfil, Arturo Díaz, Manuel Figueroa y Arturo Vázquez, que ofrece cada mes un panorama ágil, crítico, informado, necesarísimo, del desarrollo médico y social del sida, lo que paulatinamente se convierte en un examen de mitos, creencias, prácticas y tendencias de la vida sexual en México.
Faltan otros, que enumero caóticamente, así todos ocupen el primer lugar en mi jerarquía del esfuerzo comunitario: Emilio Velázquez y Max Mejía en Tijuana; Joaquín Hurtado y Abel Quiroga del Grupo Abrazo de Monterrey; Alfredo González y Wilfrido Salazar en Aguascalientes; Nancy Mayagoitia en Oaxaca; Gila Pacheco en Nayarit; María Victoria Llamas, Marta de la Lama y Braulio Peralta en el periodismo; Tito Vasconcelos y Jesusa Rodríguez en El Hábito; Marta Lamas y Ana Luisa Liguori en los grupos feministas; José María Covarrubias en el Círculo Cultural Gay, y muchos otros en el país. Y falta mencionar a los desaparecidos, como Galván y Marco Osorio, y los ya numerosos cuya nobleza nos ayudó y nos ayuda en algo a canjear las pérdidas de la plaga en ideas de solidaridad, de prédica y práctica humanistas.
Ya lo escribió Marcel Proust: ``Las ideas son sucedáneas de las penas; cuando éstas se cambian en ideas, pierden parte de su poder nocivo sobre nuestro corazón y aún, en el primer instante, la transformación misma desprende súbitamente alegría''. Tal alegría es la que hoy, en la vigilia de los desaparecidos, incita al reconocimiento de quienes, insisto, son parte básica de la vanguardia moral de México.
Leído en la entrega de los reconocimientos ``Francisco Estrada Valle'' el 12 de agosto de 1996