La Jornada Semanal, 18 de agosto de 1996
Los últimos cinco años de Arguedas transcurren de manera
vertiginosa, por el ritmo de viajes y mudanzas que se impuso. Ellos
parecen marcados por el sello de una tragedia inminente. A la vez que
cambia su régimen familiar, padece el agravamiento de la
neurosis, enfrenta múltiples retos de carácter personal
y público, fracasa en un primer intento de suicidio, mantiene
en la crisis y el desorden un elevado rendimiento intelectual
traducciones del quechua, numerosos artículos y una
ambiciosa novela que dejaría sin acabar, para concluir
por quitarse la vida pocas semanas antes de cumplir 59 años.
La mayor de las aventuras
Un hecho capital, de grandes consecuencias anímicas para ese hombre hipersensible, de emotividad a flor de piel y con una antigua propensión al victimismo que se le agudizó en esta época, fue su divorcio de Celia (iniciado en 1965), para unirse con Sybila Arredondo, quien se trasladó a Lima ese mismo año y con quien contrajo matrimonio, una vez fallada la sentencia de divorcio, en mayo de 1967. En Lima, como en casi todas partes, la gente se casa, descasa y recasa sin demasiados traumas ni escándalos, sobre todo en el medio laico, universitario e intelectual dentro del que se movía. José María Arguedas, de modo que, aunque sus amigos peruanos lamentaran su separación por el afecto que sentían hacia Celia, la verdad es que muy pocos hubo alguno que otro prejuicioso, sin duda se atrevieron a tomar partido en asunto tan privado y a criticara José María por lo ocurrido. Menos aún a hostilizar a su nueva pareja. Pero él vivió atormentado mucho tiempo con la idea de que su proceder era objeto de reprobación por parte de amigos que quería, imaginando, incluso, traiciones y conjuras contra su felicidad de personas a las que lo unía una amistad de muchas décadas.
No había tal cosa, o por lo menos nada que tuviera la magnitud que él le atribuyó; todo se redujo a la serpentina chismografía con que viste su vacío la frivolidad limeña. Pero Arguedas perdió tiempo y humor con esas sospechas que, en verdad, eran producto de sus remordimientos por separarse de una compañera de tantos años a quien debía mucho y de su estado de ánimo, siempre erizado de escrúpulos y exigencias éticas. Lo vi con cierta frecuencia por aquellos días y traté sin éxito de convencerlo de que no diera tanta importancia a lo que, a fin de cuentas, eran suposiciones improbables o intrigas de envidiosos.
La relación con la mujer joven, moderna, emancipada que era Sybila Arredondo rejuveneció a Arguedas y lo llenóde proyectos y entusiasmos. ("La formidable y casi mortal experiencia de mi encuentro con Sybila", diría.) No hay duda de que vivió con ella una pasión, acaso la única en su vida que encendiera a la vez su cuerpo y su espíritu. Pero, al mismo tiempo, la convivencia con una mujer de personalidad definida "una acerada y tierna mujer del siglo XXI", como dijo, tan distinta de la mujer sumisa y dependiente que era el prototipo femenino al que estaba habituado, lo desconcertó. Estos sentimientos ambivalentes están bien precisados en una carta a su futuro suegro, de 1966:
De noviembre de ese mismo año es una carta suya a Manuel Moreno Jimeno, con crípticas frases en las que parece decir que no se siente capaz de continuar su relación con Sybila por razones sexuales:
La mujer continuó siendo para él un misterio intimidante, incluso en este periodo en que gracias a Sybila conoció un goce sensual más pleno que en experiencias pasadas. El 20 de febrero de 1967, le confesó a su amigo John Murra: "Yo, seguramente como todos los deprimidos, tengo zonas aparentemente incurables: la mujer me hace mucho daño cuando estoy abatido. Y no he logrado aún apreciar o, mejor, ser feliz con aquello que la mayoría de los hombres son felices." Y el 13 de febrero de 1969 escribirá en uno de los diarios de su última novela: "Yo no conozco a la mujer de la ciudad, por ejemplo. Le tengo miedo, como le tuve al remanso del río Pampas" Pocos meses antes de su muerte, luego de estar separado algún tiempo de Sybila en esos cinco años, debido a los viajes de José María a Santiago, para consultar a la doctora Hoffmann, o a otros lugares, pasaron largas temporadas lejos uno del otro, se reúne con ella en Arequipa por 12 días, y el reencuentro lo hace exclamar: "Por primera vez viví en un estado de integración feliz con mi mujer. Por primera vez no sentí temor a la mujer amada, sino, por el contrario, felicidad sólo a instantes espantada."
Estas citas se podrían añadir muchas bastan para mostrar que su nueva relación amorosa, aunque enriquecedora para Arguedas, tampoco fue fácil, y que ella no atenuó, acaso acentuó, los traumas que arrastraba desde su infancia. En la carta a John Murra citada, Arguedas se queja de que Sybila esté demasiado absorbida por trabajos políticos, no se ocupe de él ("Sybila salía de la casa a las 8:30 y llegaba de vuelta a las 10, 11 y frecuentemente a las 12 de la noche. Se ha metido en tres o cuatro organizaciones en las que se prodiga mucho y a su hija, al marido y la casa los tiene completamente a como vaya") y que le reproche no entregarse más a la acción en vez de confinarse en el quehacer intelectual ("me escribió una carta desdeñosa a mi actitud de dedicarme a mi trabajo y no a actividades"), roce que, sin embargo, en Arequipa se allana. Estas suspicacias indican, sobre todo, la dificultad de Arguedas para convivir con una mujer independiente, que escapaba a los modelos la mujer-corruptora o la mujer-virgen de su universo femenino.
Según Roland Forgues, la influencia de Sybila precipitó la radicalización política de Arguedas. No se puede descartar, desde luego. Ella venía de una familia y un medio comprometidos con causas radicales y había tenido una militancia comunista en Chile, de modo que su consejo o su ejemplo debieron repercutir en algunas de las declaraciones y gestos de radicalismo revolucionario que marcaron los años finales de su marido. Pero no conviene exagerar esta influencia, pues había también recónditas razones personales para aquellos gestos, y, de otro lado, sólo años después de la muerte de Arguedas se extremaría el radicalismo político de Sybila hasta llevarla a militar en Sendero Luminoso, la organización maoísta-terrorista de Abimael Guzmán.
El demonio del tránsito
La enumeración de los viajes al extranjero y al interior del Perú que hizo Arguedas en esta etapa produce vértigo. Es verdad que los numerosos desplazamientos a Chile tenían por objeto consultar a la doctora Hoffmann y escribir El zorro de arriba y el zorro de abajo con una tranquilidad que no encontraba en el Perú. Pero, aún así, este tránsito continuo refleja la inestabilidad interior de Arguedas; tras esos vuelos y recorridos incesantes se adivina la inconsciente voluntad de fuga de una personalidad en proceso de desintegración.
En enero de 1965 estuvo en Génova, en un congreso de escritores, y en abril y mayo pasó dos meses, invitado por el Departamento de Estado, recorriendo universidades norteamericanas (en Washington, California e Indiana). De regreso al Perú, visitó Panamá. En junio, asistió al Primer Encuentro de Narradores Peruanos, de Arequipa, donde sus confesiones autobiográficas y su buen humor, así como sus polémicas con Sebastián Salazar Bondy, hicieron de él la estrella del evento. En septiembre y octubre estuvo mes y medio en Francia. Pese a ser un año tan movido y difícil en lo personal, por el inicio de su divorcio, escribió muchos artículos y publicó, en edición bilingüe, "El sueño del pongo", relato que recogió de labios de un campesino cusqueño. Mildred Merino de Zela cuenta que este año se compró un pequeño Volkswagen con el que estableció por supuesto una relación entrañable (se refería a él como "mi hijo de fierro").
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El primer intento de suicidio
Pero el hecho más dramático de 1966 fue su primer intento de suicidio, el 11 de abril, día en que, en su oficina del Museo de la Cultura, del que era director, se tomó un frasco de pastillas de seconal, luego de escribir cartas de despedida a su hermano Arístides, Sybila, Celia y José Ortiz Reyes. Descubierto a tiempo por personal del museo, fue salvado por los médicos del Hospital del Empleado. Se recuperó luego de unos días. Mildred Merino de Zela cree que esta tentativa de suicidio fue precipitada por el agobio que le produjo el recorte presupuestal del gobierno para las actividades culturales del Estado, que lo obligó a despedir a varios trabajadores del museo. Lo mismo sostuvo, en el homenaje que le rendiría años más tarde, su antiguo maestro de San Marcos, Luis E. Valcárcel ("Recuérdese cómo le afectó en 1966 la supresión de puestos cuando dirigía la Casa de la Cultura hasta constituir una de las causas de su primer intento de suicidio"). Dada su manera de ser, no hay duda, debió de ser muy penoso para Arguedas despedir a personas que colaboraban con él, pero esto fue apenas la gota que colma el vaso, en una crisis psíquica que había entrado en aquella época en su fase terminal.
El intento de suicidio no lo dejó abatido y sin ánimos para trabajar. Lo que más me sorprendió, en aquellos días, cuando fui a visitarlo al hospital, fue lo animoso que lo encontré. Hablaba con entusiasmo de sus proyectos literarios e, incluso, hacía gala de buen humor. En los meses siguientes escribió mucho. El editor Mejía Baca publicó poco después un José María Arguedas, en la serie "Perú Vivo", con un disco en el que Arguedas leía pasajes de su obra. Y a mediados de septiembre Marcha, de Montevideo, publicó el primer capítulo de la futura novela, anunciada con el título de Harina mundo. Ésta no era todavía la novela sobre Chimbote; ella describía Puerto Supe, la aldea norteña donde Arguedas había veraneado muchos años y que vivía también el boom de la harina de pescado.
Asimismo, 1967 es un año muy atareado para Arguedas, el último en el que dicta clases en San Marcos, pues es nombrado profesor de ciencias sociales de la Universidad Agraria de La Molina, según un convenio de recopilación de literatura oral entre el Ministerio de Educación y este centro de estudios. El convenio fue gestionado por el propio Arguedas, quien, desde años atrás, pero mucho más en esta época, se angustiaba pensando que el acervo mitológico, legendario y folclórico andino podía perderse, como consecuencia de la aculturación del indio. Este proyecto de rescate de aquella riquísima tradición lo ilusionaba, y fue para él un rudo golpe donde más podía herirlo: su romántica y entrañable utopía andina que el Ministerio lo cancelara algún tiempo después con pretextos económicos.
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"Nadie ha sido más feliz que yo"
Los últimos meses de Arguedas, en 1969, son una continua lucha contra el insomnio y los dolores en la nuca y en la espalda, de los que se queja en todas sus cartas, y el esfuerzo sobrehumano que le exige El zorro de arriba y el zorro de abajo, tarea a la que su vida se aferra como a una frágil tabla de salvación.
De principios de año es su última visita a Chimbote (la quinta, desde que comenzó la novela); se aloja en una residencia de religiosos, donde hace buena amistad con el padre Enrique Camacho. De ambas cosas quedan rastros en la novela; en ella aparecen los sacerdotes revolucionarios empeñados en casar a Cristo con Marx, que comienzan a surgir en el Perú y en otras partes de América Latina, en gran parte debido a la influencia del padre Gustavo Gutiérrez, a quien José María trata también por esta época. Las ideas y la personalidad del teólogo le hacen fuerte impresión.
El 12 de enero aparece un artículo suyo en El Comercio de Lima, "La colección Alicia Bustamente y la Universidad", homenaje a su ex cuñada, la fundadora de la Peña Pancho Fierro, pidiendo que su colección de arte popular sea adquirida por un centro académico y no se disperse. Para trabajar con más calma, se refugia en el Museo de Puruchuco, en las afueras de Lima, donde está fechado el "Segundo diario" de El zorro...
Hizo tres viajes más a Chile, el último de ellos por cerca de cinco meses de abril a octubre, en los que escribió el tercer y el último diarios, y lo que llamó "hervores" de la segunda parte de la novela. Todo este periodo, en el que el esfuerzo literario se ve obstaculizado por el desvelo, el malestar físico y, a veces, blancos en la memoria, está documentado con lujo de detalles en el libro que escribe y en su correspondencia con Sybila, John Murra, su editor Gonzalo Losada y amigos y colegas de la Universidad Agraria, a quienes se dirige pidiendo prórrogas del permiso que obtuvo a fin de poder terminar su novela.
En Chile lleva a cabo los preparativos de su suicidio y escribe un nuevo testamento, rectificando disposiciones del anterior, que dirige a su hermano Arístides. En Santiago adquiere el revólver con el que se quitará la vida en Lima, a donde regresa el 25 de octubre[] y al sangriento desenlace del atardecer del 28 de noviembre.
Una de las cartas más conmovedoras de su último año es la que envió a su discípulo, el joven etnólogo Alejandro Ortiz Rescaniere, dándole consejos, evocando experiencias compartidas y animándolo a aprovechar siempre las oportunidades que ofrece la vida. El entusiasmo de sus palabras tiene una curiosa resonancia cuando se contrasta con lo que eran sus días y sus noches en esos meses: "Esa bestezuela enferma que eras de niño fue el germen de lo que eres, la razón de ser de tu potente felicidad. Si te imaginaras cuán enfermo irremediable condenado creí ser durante toda la infancia y la adolescencia! Pero nadie ha sido más feliz que yo: Nadie, ni tú."