El Movimiento Mexicano de Pintura Mural tuvo su alfa y su omega, a pesar de que después de 1960 se siguieron pintando cientos de obras inspiradas en esa tradición, como pueden serlo, por ejemplo, los del extinto G. Chávez Vega en Guadalajara. En la mayoría de los casos correspondieron a comisiones gubernamentales o estatales: algunos pensamos que sería mucho mejor que tal tipo de obras no se hubiera realizado. En contrapartida, empezaron a gestarse obras --ajenas a los vocabularios de los epígonos del muralismo-- que nada tienen que ver con el movimiento protagonizado por los máximos exponentes de la llamada Escuela Mexicana. Aunque son obras públicas se realizaron para instituciones privadas, y comenzaron una fase que rompe radicalmente con los parámetros anteriores. Posiblemente la inauguró Manuel Felguérez con su mural realizado con materiales extrapictóricos en el Cine Diana (1960-1961), pues los de Tamayo en el Palacio de Bellas Artes (1952) se insertan en otro contexto.
Hace unos meses, sin mucha promoción se inauguró un mural que, entre todos los que se han producido a partir de los años sesenta, prosigue en cierto modo la tradición de la Escuela Mexicana, situándose en vilo entre la retórica formulada por los muralistas de la primera generación y los cánones de las vanguardias.
Está compuesto en secciones que tienen secuencia (ofrecen continuidad), pero sin recurrir a anécdotas, prototipos convencionales o a figuras emblemáticas, como pueden ser las bayonetas, la sangre, la paloma de la paz, etc. El tema toma su título de Tolstoi: La guerra y la paz.. Es un mural que no narra ni acude a la caricatura, sólo expone. Está ``dividido'' (si así puede decirse) en cuatro secciones que se funden unas con otras: a la izquierda está la guerra, a la derecha la paz y en medio el encuentro o la acción pacificadora. Se detectan las figuras gesticulantes con brazos alzados, dos cabezas de los caídos, las grandes figuras que protagonizan la paz y en medio el encuentro: un rítmico juego de manos (perceptible en tantos murales de Rivera y Siqueiros) que glosa uno de los puntos básicos en la retórica del muralismo mexicano. Son contrapuntos como los que pueden percibirse en los murales italianos o en el fragmento de Diego Rivera sobre la quema de Judas, en la planta baja del segundo patio de la SEP. Allí, como aquí, las manos están esquematizadas y son ellas las que integran el discurso.
La orquestación de colores es de paleta parca: hay zonas de luz y zonas de sombra, pero los pigmentos, sabiamente elgidos, se reducen a unos cuantos tonos: rojo indio, ocre verdoso, amarillo de nápoles aclarado en las partes más luminosas, gris en dos tonos, negro, pocos toques de verde. El esquema de las figuras es picassiano, de la época de Las Señoritas de Avignon. La composición, sin efectos de perspectiva, está planteada para ser vista desde diferentes ángulos y distancias.
El mural está ubicado en la pared posterior de una casa porfiriana que fue cercenada con motivo de la ampliación del Eje Vial José Antonio Alzate, donde converge con Santa María la Rivera. Es una pared apaisada que se utilizó íntegramente. La superficie de la pintura ocupa un espacio de 8 metros de alto por 22.65 de ancho y es visible desde un automóvil varias cuadras atrás de la convergencia mencionada. Dignifica la zona: es algo que se impone, no puede dejar de verse.
La realización fue hecha en estuco plastificado, mezcla de polvo de mármol, cal, cemento blanco revuelto con arenilla, color en polvo y resina acrílica. Da la impresión de un mural recién hecho, y ojalá que así se mantuviera. A unos cuantos pasos, otra pared de dimensiones menores ostenta un mural ya muy deteriorado que ofrece contraste radical con aquél: la iconografía es pacifista y tiene su origen directo en las estampas del Taller de Gráfica Popular. Con todo y la frescura que pudo haber tenido cuando se pintó (difícilmente se distingue el nombre de los autores: Francisco Luna y Víctor Ruiz, con ayudantes), este mural no fue hecho para plantear una propuesta, sino sólo para llevar un espacio.
La guerra y la paz, con su picassianismo y su referencia a la fase epopéyica del muralismo, es una obra muy peculiar. No orna ni decora: está allí para que se le vea y se le analice. Su participación fue posible gracias a la convergencia de la delegación Cuauhtémoc, a través de Casa de Agua (que dirige Xane Vázquez), con la colaboración de Cartón y Papel de México y El Monte de Piedad.
El autor es Gilberto Aceves Navarro, a quien asistieron varios de sus alumnos: Gabriel Macotela y Mariano Villalobos, entre otros. El trabajo se desarrolló en un mes y el resultado es una obra notable: digna de ser notada. Su pertinencia estética y su integración a la zona que ocupa son indudables.