El elefante, símbolo del Partido Republicano, se ha lanzado al trote y está alcanzando al burro (símbolo demócrata) en las encuestas de opinión. La magna pompa y los fuegos de artificio del cumpleaños del presidente Bill Clinton no alcanzan a ocultar la preocupación del entorno político del primer mandatario estadunidense. En su Breviario político, de 1683, hace más de 300 años, el cardenal Mazarino, sucesor de Richelieu y primer ministro de dos reyes, entre los cuales Luis XIV, el de ``el Estado soy yo", sostenía que ''más vale el centro que los extremos", y eso lo decía nada menos que en una monarquía absoluta. La extrema derecha tiene también, por lo tanto, su centro y le conviene recordarlo, cosa que está haciendo el senador Bob Dole al desempolvar el reaganismo, pero sin el extremismo clerical-fascista y con un contenido populista y ``social'' que le está permitiendo influir sobre la derecha de los demócratas y roer paulatinamente los efectivos electorales de éstos.
El país-elefante bajo el cual tratan de vivir las naciones latinoamericanas, en efecto, se está deslizando desde hace rato bajo el signo del paquidermo. Una fuerte corriente cultural de derecha, integralista y de hipócrita beatería, ha barrido y arrinconado a los liberales y radicales y homologado a los dos partidos, que forman hoy el sistema electoral bicéfalo del complejo político-militar-industrial que gobierna en Washington.
En las próximas elecciones los estadunidenses que voten podrán hacerlo, por lo tanto, por una posición derechista conservadora o por otra conservadora derechista. Y los demás países del continente deberán observar cómo hay unanimidad en cocinarlos, aunque puedan existir algunas divergencias en lo que respecta a la preparación de las salsas por parte del gran cocinero de turno.
Si tenemos además en cuenta que los políticos de derecha y conservadores se presentan en las épocas electorales envueltos en promesas sociales que inmediatamente después abandonan (¿cuál de los actuales gobiernos de los países industrializados no ofreció, antes de ser elegido, crear nuevos puestos de trabajo y mejorar la situación de los más pobres?), esta agitación --ya ahora, en pleno periodo electoral, cuando todavía hay que llevar gente a las urnas y ganarles el voto--, de una política claramente nociva para los más pobres, no presagia nada bueno.
En un sistema que cree que sólo es pobre el incapaz, el fracasado, es evidente que los inmigrantes, las gentes de otras razas, los desocupados, los viejos, las mujeres serán sacrificados en el altar del elefante (o del becerro de oro, como se prefiera). Y que los intereses legítimos y la identidad misma de los Estados vecinos podrían ser pisoteados por el paquidermo, si nadie lo controlase. Una política social como la que proponen Dole y Clinton reducirá aún más los salarios directos e indirectos, aumentará todavía más el abismo social, multiplicará las ganancias de los grandes entre los grandes, con el resultado de un aumento de la competitividad de los productos de Estados Unidos y probablemente también del dólar. Eso también podría tener resultados nefastos para nuestra balanza de pagos y para nuestra deuda externa. ¿No convendría entonces estudiar de cerca lo que pasa en el vecino del norte y buscar allí también aliados y una alternativa al tan decantado sistema bipartidario que hoy es más que nunca monopartidario?