Hablemos de la convención republicana de San Diego. El riesgo es más que evidente y consiste en la tentación de hacer moralinas contrastando un pasado idealizado de participación ciudadana con un presente de espactáculos televisivos en que el ciudadano desaparece entre las brumas del audience. No es fácil exorcizar el peligro. Y tal vez la única forma es recordando que cada época produce sus formas propias de estupidez y autoengaño.
Como quiera que sea, Estados Unidos se confirma una vez más como la vanguardia de la modernidad; anuncio para el resto del mundo de aquello en que se está convirtiendo la política: una mezcla de teatralidad mediática y de espíritu gerencial sustraído a la participación ciudadana real. La convención republicana recién concluida en California constituye un ejemplo inmejorable. Oratoria de efecto sin propuestas políticas, ritos unanimistas alrededor de la figura del candidato a salvador de la patria, recordatorio obsesivo de los mitos fundacionales de la nación.
El hecho es que una sociedad profundamente despolitizada necesita periódicamente de ejercicios rituales que le permitan exorcizar su desconcierto y la ausencia de ideas (ideales, se decía una vez) capaces de alimentar participación ciudadana y un sentido de marcha colectivamente significativo. En el camino del envilecimiento de la política los republicanos son ya un indiscutible front runner. Por alguna razón ocurre pensar en la Ciudad Gótica de Batman o en Los Angeles de Blade runner. Una mezcla de cristalizada fragmentación social con recurrencia de ritualismos políticos convertidos en sucedáneo de ideas ausentes y, detrás del escenario, conservación de poderes excluyentes y de pequeños o grandes privilegios de una clase media acomodada que los considera como la última playa de la civilización.
Y el todo condimentado con una generosa dosis de paranoia: nuestros valores se están deteriorando y nuestra potencia mundial también. El ejército de Estados Unidos debe dejar de estar a las órdenes de la ONU, debe revertirse la reducción de los gastos militares. Nuestros valores fundamentales deben restaurarse porque, además, constituyen un patrimonio universal. No más falta que el 4 de julio sea fiesta de la democracia planetaria y ya estaríamos del otro lado. Y, por cierto, me dicen que en Independence day, se llega explícitamente a esta conclusión. Con lo cual, como casi siempre, Hollywood muestra ser el gran motor cultural de la sociedad estadunidense. Pero dejemos de lado estas minucias. En su emotivo discurso de aceptación de la candidatura republicana, Bob Dole envió a los electores tres mensajes sustantivos. Veámoslos rápidamente.
El primero. No obstante mis 35 años en la política en Washington, yo no soy un tradicional político de Washington. Con lo cual queda demostrado que incluso sin materialismo dialéctico se pueden hacer acrobacias asombrosas.
El segundo. Necesitamos recuperar viejos valores. Y aquí vienen, en orden: ``Dios, familia, honor, patria y deber''. Un programa político contundente. Con lo cual uno ya no sabe si Dole se propone como presidente de Estados Unidos o como redentor moral de la nación, una especie de Bill Graham religioso-patriótico.
El tercero. Hay que reducir los impuestos en un 15 por ciento, con lo cual queda explícito el camino de la modernidad republicana: populismo para los ricos. O, como decía Christopher Lasch, la rebelión de las élites.
En síntesis: Dios, poder militar y mercado. Las tres, irrenunciables, virtudes teologales de los conservadores estadunidenses.
¿Es este un programa político? Los conservadores a menudo confunden Dios y un patriotismo retórico con la política, pero no por esto han sido siempre, en Estados Unidos y en otras partes, tan desprovistos, como ahora, de ideas; tan libres de los estorbos de la inteligencia.
Si un signo de decadencia alguien quisiera buscar en el cuerpo de la sociedad estadunidense de nuestros días, esa ensalada hawaiana de pathos del mercado, Dios y patriotismo del discurso de Bob Dole, tal vez podría dar algunas pistas útiles.