Pedro Miguel
Dole y la nada

Si todavía queda alguna sensatez en este mundo, la campaña republicana está muerta: Robert Dole y su compañero de fórmula no tienen nada que ofrecer ante un Clinton que, a fin de cuentas, ha demostrado que es razonablemente capaz de administrar la pausada y discreta declinación de la presencia estadunidense en el mundo.

Para que los republicanos pudieran hacer algo con su programa de destino manifiesto, Estados Unidos tendría que estar afrontando serios peligros domésticos o graves riesgos planetarios. Pero ni unos ni otros están a la vista. Adentro la economía marcha en forma decorosa y afuera no hay nadie que cuestione seriamente el liderazgo estadunidense. A falta de algo mejor, Saddam Hussein, el último gran enemigo de Washington, tuvo que ser sintetizado en los laboratorios de los medios de información y la oportunidad de ejercer la fuerza bélica se agotó en unas semanas infames allá por 1991.

De entonces a la fecha, el planeta, salvo películas, no ha producido nada que pueda seriamente ser considerado como una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos: los serbios no pueden amagar más que a los bosnios, Corea del Norte es una ruina humana y económica, Irán está encerrado y feliz en su medioevo islámico, los gobiernos de Siria y Libia viven de proferir bravatas evidentes y las tribus que se exterminan unas a otras en Africa sólo son un peligro para sí mismas.

El discurso paranoico de los republicanos se enfrenta con una realidad aburrida y amarga: los rivales de consideración de Estados Unidos lo son en el terreno económico (Europa y Asia), en el que Washington está obligado a observar las reglas de la competencia, en tanto que los enemigos contra los cuales se pretende ejercer métodos ``bélicos'' (narcotraficantes y trabajadores indocumentados que invaden el territorio estadunidense sin más armas que las piernas) son de tan poca monta que el poder coercitivo aplicable no es militar, sino policiaco: hoy, el FBI y la DEA ocupan el lugar que tenía antaño el Pentágono en la política exterior de Estados Unidos.

Con sus exhortaciones a recuperar el liderazgo global estadunidense, Dole y sus partidarios van a contrapelo de la tendencia al aislamiento que hoy recorre a la sociedad norteamericana y que, salvo un imprevisto mayúsculo, no va a cambiar en los próximos años. Ciertamente no es probable que el país regrese al aislacionismo casi autista que predominó entre las dos guerras mundiales (cuando Estados Unidos ni siquiera fue capaz de afiliarse a la Sociedad de Naciones), pero tampoco hay, hoy en día, elementos para sustentar el retorno a un activismo imperial tan intenso como el que caracterizó a su presencia en el mundo desde la reacción a Pearl Harbor hasta la culminación de la guerra del Golfo Pérsico.

Cuando Robert Dole y Jack Kemp se aferran a la imagen de Estados Unidos como defensor de la civilización occidental y sucesor de Roma, el país se empeña en voltear hacia sí mismo y en reivindicar raíces más prosaicas: el Mayflower, Buffalo Bill, Henry Ford y la Marc I.

Entonces, el único sustento a la paranoia republicana son las variadas sospechas que suscitan los recientes actos de terrorismo en territorio estadunidense. Pero una propuesta de investigación policial difícilmente podría presentarse al electorado como sustituto de una plataforma política.

Si las cosas siguen como van hasta ahora en las campañas presidenciales de Estados Unidos, Dole tendría que inventar un nuevo planeta --o revivir una circunstancia mundial que forma parte del pasado-- para ganar los comicios de noviembre. Para permanecer otro periodo en la Casa Blanca, Clinton, en cambio, sólo tiene que abstenerse de cometer demasiados errores.

Uno y otro expresan, a su modo, el grado de vacuidad al que ha llegado la vida política en la nación más poderosa del mundo.